He aquí una nueva manifestación del esperpento partitocrático: el político curriculador, esa criatura mitológica que, como el unicornio o la honestidad parlamentaria, habita en los márgenes de la realidad, entre lo que fue, lo que quiso ser, y lo que conviene decir. Convive con el escritor de tesis y libros redactados por tercero.

No contentos con prostituir la representación política y colonizar el Estado con la furia de un ejército de termitas, nuestros dirigentes se entregan con deleite al arte de la ficción curricular. Ya no basta con medrar en la ignorancia, ahora hay que ornarla de títulos, másteres y experiencias que sólo existen en la nebulosa del powerpoint electoral.

Nos encontramos con licenciaturas que no aparecen en ninguna universidad, doctorados que ni el rector conoce, idiomas que se hablan como se promete una reforma electoral: con entusiasmo, pero sin verbo. ¿Y qué decir de los cursos en Harvard, Oxford o la Sorbona? Claro está, se trataba de un rato en la cafetería del campus mientras el Excel de un workshop pasaba por delante de sus narices sin dejar rastro alguno en la neurona.

Y sin embargo, la sociedad, educada en la servidumbre voluntaria, lo ratifica cuando vota sin representación. Porque, en el fondo, el mentiroso profesional tiene éxito cuando el votante ha renunciado a la verdad pasando por el timo de las listas de partido. En esta monarquía donde el poder se hereda por esas mismas listas y se perpetúa por aplauso mediático, mentir en el currículum es casi un rito de iniciación. Es como decir: «Estoy preparado para gobernar; he empezado falsificando mi hoja de vida. Lo siguiente será falsificar la vuestra».

Se me ocurre, para ahorrar tiempo y papel, proponer que en el BOE se publique una plantilla única para todos los políticos:

  • Nombre: Preferiblemente anodino.
  • Estudios: Algo en alguna parte (si no cuela, «en trámite»).
  • Idiomas: Todos, excepto el de la verdad.
  • Experiencia: Mucha, aunque toda ella imaginaria.
  • Aficiones: Esquivar responsabilidades, amasar dietas, viajar en coche oficial.

Así, al menos, igualarían la farsa y nos ahorrarían el bochorno. Porque mientras el currículum se convierte en novela fantástica, la política sigue siendo la más cruda de las tragedias: la del pueblo gobernado por su propia ceguera.

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