Decía Aristóteles, escribiendo sobre las formas de gobierno, que la dictadura degenera en oligarquía; ésta posee dos virtudes, una moral, la tolerancia -frente al respeto, virtud de la democracia (pues el que tolera a otro lo hace desde un sentimiento de superioridad)-, y otra intelectual, el consenso, que asegura la coexistencia de las castas dominantes -frente al juego de mayorías y minorías propio de la democracia. De tal suerte, la sociedad española desde la época de la Transición se ha preciado de ser tolerante, y tanto en la esfera pública como en la privada hay un sincero afán por llegar a consensos -del que no se excluye últimamente ni al fascismo -cómo no, nacionalista- terrorista-; todo ello son elementos de la hegemonía cultural impuesta por la Oligarquía neofranquista que rige nuestros destinos (pues, al igual que en el Franquismo o en cualquiera otra dictadura no existe control sobre el poder ejecutivo); con la salvedad, como señala Antonio García-Trevijano, de que el Franquismo no necesitaba de la corrupción como factor de gobierno a diferencia del Régimen actual. La Transición, pues, fue un proceso destinado a la supervivencia del Régimen franquista, con su Sucesor a la cabeza, integrando en éste a los partidos de la oposición; para ello se creó, primero, un sistema electoral proporcional de listas -dando igual que sean abiertas o cerradas desde el momento en que los múltiples candidatos no representan al elector sino al jefe del partido que los coloca en aquéllas- que otorga el poder alternativamente a unos partidos estatales, que no cumplen su función de intermediarios entre la sociedad civil y el Estado, su enemigo natural, sino que forman parte de Éste y a éste defienden pues es quien los subvenciona -es un hecho inaudito en cualquier Constitución que se establezca en ella el sistema electoral, con el fin de blindarlo, como en la del 78, ajena por ende que fue a un proceso constituyente-; luego, se habilitó un entramado institucional, el Estado de las Autonomías, no destinado a descentralizar o desconcentrar la Administración, sino a multiplicarlo en torno a 17 centros, para colocar a los cuadros de los partidos y a sus henchidas clientelas. De tal manera que el partido que accede al poder en España, cumpliendo con su función de integrar a las masas en el Estado como preconizan los totalitarismos, cuenta con el ejecutivo y con el control del poder legislativo y de los órganos de poder de los jueces, a cuyos miembros se ha arrogado, con el consenso de las otras fuerzas mayoritarias, el poder de elegir. Sin representación ni separación de poderes, que garantiza la fiscalización del poder, la corrupción es el carburante del sistema, que a todos sus beneficiarios mantiene contentos, generándoles privilegios a los que no están dispuestos a renunciar, a costa de exprimir y explotar a la sociedad civil hasta lo insoportable de acuerdo con su espíritu de casta política, egoísta y cerrado, e indiferente, por tanto, a su responsabilidad suma en la ruina económica, educativa, cultural y moral de nuestra desorientada sociedad.
Resulta sintomática la corrupción de la Casa Real, que no es para nada casual, pues es la clave de bóveda del sistema, como demuestra el hecho de que los poderes del Estado se lanzaron de una manera desvergonzada a ocultarla o minimizarla llegando al esperpento, como en el caso de las presuntas propiedades de una las Infantas, en el que la actuación de Hacienda resulta extravagante, pues su brazo, como es sabido, es de hierro con cualquier otro ciudadano que no declare o declare incorrectamente el aumento de su renta.
Ante tales situaciones el ciudadano (en nuestro caso, súbditos de una Monarquía corrupta y degenerada, garante de este Estado de Partidos) se queda descorazonado, y frente a las actitudes serviles y cortesanas de muchos medios de comunicación siente la tentación de un ostracismo interior ilustrado, con el convencimiento de que votar en un sistema como éste es corromperse y contribuir a la corrupción. La única manera pacífica, pues, de socavar este régimen es la abstención activa, que acelerará su deslegitimación, que es también la de la socialdemocracia surgida en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, a pesar de la cristalización de sus élites, en palabras de Vilfredo Pareto.

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