Ante la política suelen adoptarse posturas extremas: por un lado, un rechazo irracional de la política y de los políticos materializado en un nihilismo más o menos inoperante, o, por otro, una aceptación igualmente irracional -o interesada- del statu quo; sumisión de tintes hegelianos en el sentido de que todo lo establecido tiene en sí un valor por existir, y que habla de nuestros políticos excusando su corrupción pues ésta existe en otros estamentos sociales (como si no existieran vasos comunicantes, y la inmoralidad pública no afectara a la privada).
Sin embargo, el espectáculo de nuestra partitocracia no puede dejar indiferente a cualquier persona con un espíritu mínimamente crítico, pues vivimos en una pseudodemocracia donde no existe separación de poderes, ni representación. En efecto, los diputados no representan a los ciudadanos, sino al jefe del partido que los pone en la lista electoral convenientemente cerrada y bloqueada, y al que deben obediencia como se manifiesta en la vergonzosa “disciplina de voto”, y los partidos son, a su vez, órganos del estado, así consacrados por la Constitución del 78, que viven del Presupuesto, igual que los dos sindicatos mayoritarios, que actúan como órganos parasitarios y auténticas administraciones paralelas incrustadas en las demás. Es sintomática y reveladora en este aspecto la petición que se ha hecho en ocasiones de reducir el número de diputados, que revela una realidad más profunda: estos diputados sobran porque no representan realmente a los ciudadanos de su circunscripción; así, no escucharemos nunca en el congreso al diputado por Cádiz del partido X traer propuestas sobre su circunscripción electoral, que estén en contra, incluso, de las directivas de su partido, y dará igual que sea diputado por Cádiz o por Albacete pues es, básicamente, una máquina de votar, y de hacer caja a su partido, ya que éste recibirá más dinero por cada diputado elegido.
Todo esto constituye una corrupción moral de base consagrada en el llamado Estado de las Autonomías, creado en la malhadada Transición en la que se repartieron el pastel del poder los políticos del Franquismo presuntamente finiquitado y los aspirantes de la oposición hasta entonces clandestina con la anuencia del Rey, que se aseguraba así su estátus de travestido sucesor de Franco bajo un sistema en el que la corrupción es, por tanto, estructural, y se reviste a menudo del nombre de “consenso”, y que ha servido para crear un vasto sistema clientelar de administraciones duplicadas y triplicadas que supone un despilfarro insostenible. En España existen cuatro veces más políticos por habitante que en cualquier otro país de la UE, pero era necesario colocar a todos los barones políticos y sus prosélitos y para eso la administración central no era suficiente. Sólo tenía sentido restaurar las dos autonomías que ya estableció la Segunda República por cierto sentido de justicia histórica (aunque controlando los excesos de los nacionalismos, germen de todo fascismo); en cambio, los 17 miniestados derrochadores sin control fiscal que se adueñaron y arruinaron las Cajas de Ahorros antaño boyantes, son un pozo sin fondo al que la casta política (casta, sí, porque está alejada de los intereses de los ciudadanos por su misma organización en partidos estatales, donde la defensa de lo público se confunde con la de lo estatal) se resiste a tocar su propio poder y sus privilegios. Y prefieren, por tanto, exprimir aún más al ciudadano con nuevos impuestos, exacciones y recortes de sueldo, aunque éstos no servirán a la postre para nada pues la fuente del derroche seguirá existiendo. Ciudadano este que preferirá, empero, seguir engañándose a sí mismo, y, como un hincha de fútbol típico, vestir la camiseta de “derecha” o de “izquierda” que le ofrecen los partidos y sus medios de comunicación afines, para sentirse “diferente”, y mejor que su vecino “facha” o “progre”. Ciudadano que haría mejor, por ejemplo, mirando el ejemplo de nuestra vecina Francia, y sus circunscripciones electorales uninominales, donde se elige a un solo diputado a doble vuelta; diputado, que, a pesar de estar sostenido por un partido, sabe muy bien cuáles son sus obligaciones hacia sus electores. Ciudadanos, en fin, que deberían abstenerse de votar masivamente, para provocar una crisis de legitimidad en el sistema.

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