Uno de los principales conceptos que define y caracteriza de forma notable a un Estado de partidos o partidocracia, es el de presunción. No tanto por la esencia en lo político que lo define, sino mas bien por la materia de lo social que configura.
La presunción, en su sentido propio de jactancia, en lo que atañe a la vanidad, caracteriza evidentemente a espíritus políticos de facción que sustituyen a la representación política. No existiendo la representación como hecho político y con efectos jurídicos, es el espíritu jactante quien se arroga, con vanidad, la idea de la representación.
Del mismo modo, la presunción, en su sentido formal de ficción jurídica, se manifiesta en la eterna condición de cualquier individuo, incluso en el delincuente confeso, en una circunstancia donde la aseveración individual resulta intolerable. En la España franquista de transición, todo individuo es presunto mientras no se demuestre lo contrario durante el viaje.
Ambos significados, el jactancioso y el de la anticipación en la praesumptio jurídica, resultan absolutamente necesarios en un ámbito político donde desaparece la verdad pública y se transforma en relativismo legal derivado del consensum político. El resultado nihilista de eso a lo que se denomina vulgarmente “socialdemocracia”, para que tome una apariencia ideológica, posee a su vez una serie de máximas, heredadas del postmodernismo, según las cuales todo sería relativo, no existen verdades absolutas y en consecuencia, cualquier opinión es igualmente respetable.
Esta situación, que podría encontrar su contrarréplica en la filosofía racionalista como propuesta anterior al postmodernismo, exime necesariamente de toda culpa al individuo, puesto que incluso encontrándose con el hecho afirmativo y en conciencia del culpable, su confesión, necesita relativizarla en el espacio de lo público. No puede ser tolerable, en una configuración política donde las ficciones jurídicas monopolizan ese ejercicio, la autoafirmación individual, como hecho, de cualquier tipo de acción espontánea, sea esta conforme a su marco normativo, o delictual y por lo tanto infractora de la norma.
Un asesino confeso es necesariamente un eterno presunto, puesto que sería de una arrogancia intolerable la afirmación propia y en conciencia, de manifestar un hecho cometido y en cuya autoría el delincuente se reconoce. Si alguien manifiesta ser el autor de algo, será siempre “su verdad” incluso posteriormente al dictamen y sentencia donde se haya probado con los hechos su autoría.
Y alejándonos de los hechos luctuosos, cualquier persona será presuntamente cualquier cosa que manifieste. Mas aún, la persona física o individuo será siempre presunto, puesto que únicamente la persona fingida, la persona jurídica del partido estatal, tiene licencia de actuación en lo público. No se trata únicamente de que la autenticidad resulte intolerable cuando es la mentira política lo que preside la mal llamada Constitución española, es que también se traslada a lo social, para hacerla insoportable entre una sociedad de adolescentes. Sean ustedes pues, presuntos lo que sean; borren ese gesto de orgullo de sus caras y reemplácenlo por el de la soberbia, como forma de estar ante el otro allá donde reina la impostura.
Y ahora, corran… corran todos a votar!

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