El problema de que un gobierno quiera afianzarse en España es que empiezan a subir los impuestos. Los medios a su servicio exaltan las ventajas para la salud de las tasas sobre el alcohol, el tabaco y las bebidas azucaradas, pero callarán cuando próximamente graven el diésel. Y todo para mantener el gasto político, que no público, es decir, las redes clientelares de los partidos que nos parasitan con legiones de diputados y concejales de obediencia debida al jefe que los pone en las listas, cargos a dedo, y empresas y organismos públicos. Sólo con el gasto que supone las duplicidades de administraciones públicas se cubriría el déficit de lo que se llama la hucha de las pensiones. Pero tocar a la clase política y a sus acólitos, jamás.
Es la esencia de la partidocracia que nos engaña y nos desangra, sin que le importen un pito los españoles. Todo es consecuencia de la ausencia del principio de representación, el diputado no representa a los votantes, ni se siente vinculado a ellos, sino al lidercillo de cada partido que lo pone allí, y al que obedece por mandato imperativo -cosa por otra parte prohibida por la constitución de 1978-. El diputado, pues, no representa a los electores de su distrito, sino a los intereses particulares de un clase política sólo atenta a sus intereses personales, y a la conservación del poder, mientras vende al pueblo que estamos en una democracia. Falsa democracia, sino partidocracia sin separación de poderes, ni principio de representación, y, por lo tanto, abocada a la corrupción como factor determinante de gobierno.
 

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