Mis reflexiones sobre Europa están orientadas por un criterio político. Nadie puede hacerse una idea de lo que significará para la humanidad la futura personalidad de la UE, sin saber si hoy existe algo interesante al mundo que, siendo propiamente europeo, reclame su presencia en la política mundial. ¿Hay algo común a los países de Europa que no esté presente en los demás continentes, alguna connotación espiritual o material que distinga a los europeos de los no europeos? La respuesta no debe buscarse en el pasado, pues todo lo bueno y lo malo que ha trascendido a escala mundial tuvo su germen y su desarrollo en Europa. Miremos el presente.

Para atreverme a pensar he tenido que sufrir la decepción de no encontrar definición plausible de Europa en los grandes talentos que abordaron el tema desde el final de la guerra franco-prusiana (1871), la que puso fin a la ilusión romántica de los Estados Unidos de Europa, hasta la creación del Mercado Común (1956), la que inauguró la visión económica que ha patrocinado el nacimiento de la UE. Todos esos talentos definieron Europa por su pasado, por algún elemento común en la herencia cultural de todos los pueblos europeos. Pero la pregunta que aún no ha encontrado respuesta es si la transformación de la UE en un Estado europeo dotado de soberanía política, además de satisfacer los deseos de potencia, podría cumplir alguna misión universal positiva que no esté al alcance de EE UU, China, India o cualquier Confederación de otros pueblos no europeos. ¿Para qué sería idónea la unidad política de Europa? ¿Sería un factor de paz general o de nuevos conflictos de rivalidad? ¿Enriquecería o empobrecería la ética y la cultura universal?

He tratado de conectar los mitos y leyendas de la antigüedad, sobre el rapto y la búsqueda de Europa, con la realidad actual de la división política de los Estados europeos, manifestada de forma escandalosa y casi dramática ante la innecesaria guerra de Iraq. Y antes de saber lo que piensan de nosotros europeos los demás pueblos del mundo, recordaré en sucesivos artículos las distintas ideas que se forjaron de Europa los que pensaron sobre su porvenir en la era industrial, desde los historiadores Ranke, Burckhardt y Pirenne a los filósofos del pesimismo o la decadencia de Occidente. Pues esas visiones históricas o proféticas siguen condicionando el pensamiento actual o, mejor dicho, la ausencia de pensamiento, sobre la esencia actual de la cultura europea. Una cuestión ésta que, en definitiva, determinará el destino político, singular o convencional, de la UE.

Si concebimos el problema de la unidad europea en términos especulativos, sin tener en cuenta la dinámica inherente a los impulsos nacionalistas, comprobaremos que todas las aportaciones al europeismo se encuadran en una visión parcial sobre la relación entre cultura y política. Los culturalistas creen que la unidad europea será la fruta madura desprendida de un nuevo árbol cultural (económico), cuyas raíces y tronco común mantendrán verdes las ramas de las culturas nacionales. Los federalistas piensan que no habrá unidad sin un acto creador dependiente de la voluntad política de los Estados o de los pueblos nacionales. Los primeros desprecian el factor político. Los segundos, la dimensión cultural del acto creador de la unidad política.

No se ve cómo podrá realizarse una síntesis práctica donde converjan esas dos estrategias unitarias que hasta ahora han corrido paralelas. Mi reflexión se sitúa en el terreno político antes que en el cultural. Pero se diferencia de la estrategia federalista. La mera unión de lo que hay, Estados de partidos, no es deseable. Una Europa de los partidos carecería del vigor cultural necesario para regenerar la vida espiritual de los europeos y ofrecer al mundo una alternativa de desarrollo humanista y ecológico. Si la Unión no transforma el Estado de partidos en democrático, potenciará los defectos de la Europa actual.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 29 de septiembre de 2003.

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