Hace unos días se celebraba un concierto en un muelle del puerto de Vigo. Todos conocemos esta noticia, parte de su estructura se desplomó, provocando 428 heridos. El altercado podría haber sido mucho mayor, llegando a niveles de tragedia, pues unas 3.000 personas estaban viendo ese concierto y, afortunadamente, no hubo ninguna víctima mortal.
Muy pronto sonaron voces populares (del pueblo, no del partido) diciendo que esto ya se veía venir, que llevaban tiempo viendo que parte de ese muelle no estaba en las condiciones óptimas, pues se vislumbraba con facilidad una abundancia de óxido, así como grietas.
Como respuesta a estas declaraciones, uno de los tertu-bufones del régimen, propagandistas que se hacen llamar periodistas, como Paco Marhuenda, ha señalado que en España somos todos muy listos, que lo sabemos todo cuando las cosas ya han pasado. Y se pregunta esta persona, ¿y por qué nadie denunció este hecho si tantos vieron que el muelle presentaba malas condiciones? Y, quizá inspirado porque el acontecimiento sucedió en una importante ciudad gallega responderé con otra pregunta: ¿a quién iban a denunciarlo?
Vivimos en una oligarquía de partidos, eso quiere decir que los partidos políticos (sea cual sea su color) ostentan todo el poder e intentan parasitar toda movilización social, así como a la propia sociedad civil, a través de un Estado que cada vez crece más, llegando a ser totalitario. La ausencia de separación de poderes provoca que el poder político no esté limitado, y la falta de representación paraliza la iniciativa social.
Y es que el ciudadano se ve tan alejado de la política, hecho que percibe de forma intuitiva, que necesitaría un esfuerzo mental activo para intentar siquiera denunciar un defecto en alguna infraestructura de su pueblo o de su ciudad. “Eso es cosa de los políticos y de los partidos”, pensarían.
Sin embargo, en un régimen con representación, como sucede en una democracia, estoy convencido de que esas denuncias se habrían efectuado. ¿A quién? No hay duda posible, a su diputado de distrito, a ese actor político que está obligado a escuchar a su electorado, sí, a esas personas que lo han elegido, cosa que no sucede en una oligarquía de partidos, donde los diputados son escogidos por los jefes de cada partido en las famosas listas de partido. Es decir, en una oligarquía de partidos, el diputado, normalmente desconocido por la ciudadanía, obedece a su jefe, el jefe de su partido. En una democracia, el diputado de distrito obedece también a su jefe, o mejor dicho, a sus jefes, los habitantes del distrito electoral que lo han elegido.
Por tanto, el triste acontecimiento acaecido en Vigo el pasado domingo nos ha dado otra lección, la ausencia de representación no solo garantiza la estafa electoral y la corrupción, no solo impide la limitación del poder del gobernante de turno y acaba con cualquier posibilidad de poder popular. No, no “solo” provoca eso, pues, por si supiera a poco, ahora sabemos que la falta de representación también puede matar.

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