La atribución de la cualidad de europeos a los habitantes de una cierta parte del mundo fue muy tardía. Ni la ciudad griega ni la urbe romana se consideraron europeas. Aunque Hipócrates había distinguido Asia de Europa por el distinto temperamento y carácter de sus pueblos, Aristóteles trató a los griegos como raza diferente de la asiática y la europea, y el anticristiano Celso continuó separando a los europeos de los asiáticos, los libios, los helenos y los bárbaros.

Hay que esperar a la «crónica mozárabe» (año 754) de la batalla de Poitiers, debida a Isidoro de Badajoz o de Béjar, para encontrar la primera referencia a una acción europea. Al final de los siete días de batalla, los soldados de Carlos Martel, reclutados desde Aquitania a Germania, ocuparon las tiendas árabes, las pillaron y regresaron a sus países al norte de los Pirineos y los Alpes. El fracaso de una simple correría de Abderramán, en tierras galas, pudo transformar el mito pagano y geográfico de Europa en el mito cristiano e histórico de Occidente, gracias a la vieja profecía bíblica y al nuevo equipamiento de los caballeros europeos que derrotaron a la hasta entonces invencible caballería árabe.

El texto de Isidoro es sospechoso. Coincide casi a la letra con el Génesis: «Que Dios extienda las posesiones de Jafet, que habite en las tiendas de Sem y que Canaan sea su esclavo». Desde Bossuet a De Maistre, el origen jafetiano de Europa se tuvo por un dogma. Aunque Voltaire ridiculizó esta creencia, la fortaleza del mito bíblico marcó, con tintes de caballerosidad, la supremacía militar y moral de Europa, desde Poitiers hasta la invención en el siglo XX de los carros blindados.

Pese a que la superioridad de los europeos de Poitiers fuera la de una nueva equitación cristiana con estribo y lanza, sobre la montura árabe de asiento natural y cimitarra, los vencedores regresaron a sus respectivos países revestidos de una aureola espiritual de caballeros ideales. Allí nació la ideología de los señores protectores de la fe, de damas y de huérfanos, con la que cruzadas y libros de caballería llenaron la imaginación medieval de los pueblos de Europa central. El uso del estribo asiático permitió la incorporación al ejército de caballos grandes y caballeros de armadura. Dos novedades que facilitaron a Occidente la conquista, con escasos efectivos, del continente americano. Pero la historiografía ha probado que Poitiers no fue causa, sino efecto, del retroceso del islam. La crisis de la expansión árabe comenzó con la derrota de la flota musulmana ante Bizancio, baten el año 718.

La herencia ideológica de Poitiers, con Francia y Alemania integrando el cuerpo europeo, delimitó las fronteras caballerescas del eclesiástico imperio carolingio, único «reino de Europa», y las de su tripartición en los «reinos europeos» de los hijos de Carlomagno, a quien su yerno, el poeta Angilberto llamó «padre de Europa». El carácter sacerdotal del imperio franco-germánico, con el aumento del poder temporal de los obispos, alejó la idea europea del mito materialista de Occidente, acercándola al del místico Oriente. El gran jurista del imperio carolingio, Alcuino, definió Europa como «continente de la fe». Lo que permitió localizar a Occidente en el lugar de factura de la historia universal.

La leyenda ideológica de Poitiers unió el viejo mito bíblico de Europa al nuevo mito de Occidente, en tanto que producto espiritual de la cristiandad. Carlomagno invirtió el sentido del imperio occidental de Roma. Las parroquias y los Concilios de obispos orientales hicieron de Occidente el hogar de una universalidad religiosa, de doctrina y acción. No deja de ser una ironía de la historia que, siglos después, este reducido espacio de espiritualidad europea fuera el mismo que, junto con el del papado, diera nacimiento al puro materialismo del Mercado Común, creado por los seis Estados firmantes del Tratado de Roma de 1957.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 14 de agosto de 2003.

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