Benjamin Franklin.

Los emigrantes europeos que forjaron el carácter del pueblo estadounidense sacrificaron el instinto de seguridad al deseo de libertad. Abrazaron los riesgos de una aventura peligrosa con la esperanza de encontrar en ella la liberta moral y económica de la que carecían en sus países de origen. Dos fenómenos continuados de dilatación social determinaron la prevalencia de la libertad sobre la seguridad en los valores que engendraron a la nación estadounidense: la intensidad de una inmigración incesante y la movilidad de la frontera hacia el oeste.

En el momento de su independencia, el territorio de EEUU estaba poblado por quinientos mil indios, 700 mil esclavos negros y poco más de tres millones de colonos procedentes del norte protestante de Europa y ocupantes de la zona atlántica de Nueva Inglaterra y Nueva Holanda. La cultura media de sus ciudadanos era la mayor del mundo. Un siglo después contaba con casi cien millones de habitantes, con 25 millones de analfabetos. La arribada de inmigrantes empujó hasta el Pacífico la frontera entre la civilización occidental y la naturaleza virgen. Si la independencia dio libertad política a los comerciantes del este y a los caballeros del sur, la conquista del medio-oeste y del oeste hizo de la libertad de elección una segunda naturaleza de todo el pueblo norteamericano.

No es de extrañar, por ello, que las mejores expresiones de la primacía de la libertad sobre la seguridad provengan de las reflexiones filosóficas y las intuiciones poéticas de aquel «sueño americano», donde todos los blancos tenían la misma condición social y la misma oportunidad de éxito. Las palabras de Benjamin Franklin respondían a ese ideal: «Los que abandonan una libertad esencial por una seguridad mínima y temporal no merecen ni la libertad ni la seguridad». No se trataba de una cuestión de preferencia personal, ni de un amor al riesgo por el riesgo. Era la consecuencia política de la igualdad social. Donde las oportunidades son las mismas para todos, el valor supremo es la libertad. En la desigualdad de condiciones prevalece el deseo de seguridad.

El terrorismo internacional no es la causa determinante, sino el pretexto justificativo del sacrificio de las libertades a la seguridad, tanto en política represiva interior como en política agresiva exterior. La guerra del Golfo no la provocó el terrorismo. Para obviar el tema de los intereses materiales que hoy dictan la ley internacional, se propaga la opinión superficial de que la raíz del conflicto de la libertad con la seguridad está en el ideario del partido republicano estadounidense.

Las ideas políticas siguen el camino de los instintos primarios. La preocupación por la seguridad, una constante en todos los mamíferos, no la crea la visión del peligro, sino la previsión de los riesgos. Si ésta es errónea por defecto, la libertad se desenvuelve en el terreno de la irresponsabilidad. Si lo es por exceso, el deseo de seguridad se convierte en un sentimiento reaccionario contra la libertad. Esto es lo que sucede ahora. El terrorismo no amenaza las libertades públicas, sino las vidas privadas. La deformación del objetivo terrorista crea la reacción antidemocrática, al modo como la exageración del peligro comunista creó el «macarthysmo».

La naturaleza irreflexiva de las demandas de seguridad, si las situaciones no las requieren, la resaltó, precisamente en la época macarthysta, el candidato republicano a la presidencia, cuando la vieja guardia del partido le presionaba para que centrara su campaña electoral en la necesidad de seguridad interior y exterior. Su respuesta la dejó anonadada: «Si todo lo que los americanos desean es la seguridad, no tienen más que irse a prisión». Era la lógica sencilla de un buen republicano de Kansas que se hizo elegir presidente, con el nombre de Ike Eisenhower, cuando la guerra de Corea deterioraba la Administración demócrata de Truman.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 4 de agosto de 2003.

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