Como si se tratara de una catástrofe ecológica provocada por la propia naturaleza, la guerra de Iraq ha sacado a las calles muchedumbres apasionadas de ira contra el destino árabe o de desolación por la inhumanidad de una potencia incontrolable por los hombres. La historia no había ofrecido antes un espectáculo semejante de movilización universal de la desesperación unida a la desesperanza.

El «No» del mundo gobernado a la guerra gobernante del mundo, sin posibilidad de ofrecer o de apoyar algún esbozo de poder alternativo que garantice un inédito orden mundial de paz, no ha constituido, sin embargo, una manifestación de ingenuo utopismo. Algún rescoldo de esperanza en las virtudes humanistas de la democracia sigue manteniendo en vilo el ánimo cosmopolita de los manifestantes, contra la insolución terrorista, los egoísmos nacionales y la indiferencia hedonista de la postmodernidad. Pero la ciudadanía del mundo impulsa un tipo de paz que, por su naturaleza sentimental, no puede imponer a los Estados ni al fanatismo religioso.

Por recóndito que sea el sitio donde se encuentre secuestrada, la conciencia de la necesidad de Europa como garantía de la paz, ha estado presente, como ausencia, en las mareas de protesta que anegaron las ciudades de la opulencia y la miseria. Sin postes de dirección en las encrucijadas de la historia, corresponde a los exploradores de la posibilidad de un equilibrio mundial sin terror la misión de buscarlo. Todo indica que en el continente de una Europa histórica están contenidos, sin rutas imperiales, los caminos de la paz y, lo que es aún más decisivo, las vías para llegar a garantizarla establemente.

Antes de rastrear un porvenir venturoso en las huellas de la historia querellante, las direcciones de sentido cultural deben buscarse en los mitos fundadores. No porque sean anteriores o causantes de la historia, sino porque bajo los cambios y mutaciones que producen las civilizaciones, nuevos mitos ideológicos recrean la función primordial de los primitivos. Y el mito griego del rapto de Europa aparece enlazado desde su origen al de Hermes, matador de Argus y liberador de la vaca Io, al que Zeus convirtió en el dios Thoth, para que diera leyes y letras a los egipcios, como a su amada Io en la diosa oriental Isis, para que intercediera con mente ilustrada entre los inmortales y los mortales. Occidente y Oriente se unen en esta mitología mediterránea.

En el poema «Idilio» del siglo II a.C., el poeta siciliano Moschos narra el rapto de Europa tal como lo ha visto representado en el arte gráfico anterior a los historiadores griegos. En la canasta de oro donde la virgen Europa recogía flores de la pradera (antes de ser raptada por el toro olímpico), el orfebre Hefaistos había esculpido otro mito: «Zeus roza dulcemente con su mano la vaca hija de Inacos (Io) a la que, cerca del Nilo de las siete bocas, transformó de nuevo de vaca cornuda en mujer. Allí estaba Hermes. A su lado yacía tendido Argus, ornado de ojos rebeldes al sueño y de cuya sangre roja surgía un pájaro orgulloso de su plumaje florido y multicolor».

El rapto de Europa en Asia, para hacerla madre de los hijos griegos de Zeus, vino a compensar el de la vaca Io que Hermes, tras liberarla del panoptes Argus, llevó desde Grecia a la desembocadura del Nilo para que Zeus la pusiera en la cima del firmamento alejandrino. El significado cultural de esta síntesis mitológica se opone a los belicosos mitos ideológicos que identificaron Europa con la cristiandad medieval y, hoy, con la veladura militar que la vincula al Atlántico Norte. En la mitología fundadora, los hijos de Europa reciben de Asia Menor las religiones hebraica, cristiana y musulmana, como los hijos del Nilo y Asia Menor, la razón griega y el pluralismo del multicolor plumaje salido de su sangre. Sin Rusia ni Turquía el mito de Europa carece de sentido funcional para la paz.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 28 de julio de 2003.

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