Vilna, la capital de Lituania.

En Vilna se ha honorado la triste historia de la Gran Armada. Allí se ha descubierto un yacimiento de 20.000 cadáveres de soldados europeos enterrados hace 191 años. Lituania y Francia se han unido en la memoria de aquella empresa antieuropea. La UE tenía que haber presidido la ceremonia fúnebre. La mitad de aquel formidable ejército de Napoleón, que en 1812 franqueó el Niémen para conquistar Moscú, estaba compuesta de soldados y oficiales alemanes, austríacos, prusianos, polacos, suizos, italianos, balcánicos, españoles y portugueses.

La concentración de tantos cadáveres en un espacio tan reducido indica que la mayoría de las bajas de aquel ejército de 600 mil hombres no la produjo la enfermedad o la congelación, como ha establecido la legendaria derrota de Napoleón por el «General Frío». Este descubrimiento viene a confirmar la tesis del historiador soviético Eugenio Tarlé. El desastre de la retirada de la «Grande Armée» lo causó, en tierras rusas y bálticas, la sublevación popular del incipiente nacionalismo y, en tierras germánicas, la coalición de ejércitos enemigos. Derrota que se tapó con el inocente manto de la nieve, para mantener intacto el mito de que Napoleón era invencible en campo de batalla. Hasta que se desvaneció en Waterloo.

A partir de este macabro hallazgo, Lituania puede construir la historia de su lucha por la independencia nacional al modo de España. Que ya no estaría sola en lo que el ministro del Foreign Office, Canning, consideró la muestra de «un patriotismo, una obstinación, un celo y una perseverancia superior a todo lo que habían ofrecido hasta entonces los otros pueblos de Europa». Aunque la resistencia lituana tuvo que ser más astuta y más feroz que la española, si pudo sorprender al mejor ejército del mundo y perpetrar tal masacre en un cuerpo invasor que se estaba retirando.

La noticia del enterramiento de tantos europeos juntos, por una causa que no era la suya, me ha recordado a Iván Karamazov cuando partía hacia Europa: ¿Sé bien que voy a un cementerio, pero al más querido de todos los cementerios! Porque lo que murió en Moscú y se enterró en Lituania era nada menos que el patriotismo europeo de la libertad. La Revolución francesa lo trajo al mundo y la ambición personal de Napoleón lo yuguló cuando aún era infante. El genio de las batallas no invadió Rusia con un propósito francés o europeo. El bastardo motivo de su temeraria expedición se lo confesó a Las Casas el 6 de noviembre de 1815: «Necesitaba vencer en Moscú porque Rusia todavía posee la rara ventaja de tener un gobierno civilizado y pueblos bárbaros».

Si el propósito de Napoleón hubiese sido hacer de Europa, como dijo en el Memorial de Santa Helena, «un solo y mismo cuerpo de nación» o «una confederación de los grandes pueblos», no habría roto la paz de Tilsit (1807) con el Zar, que le permitió crear el Gran Ducado de Varsovia a costa de Prusia y la antigua Lituania. Europa era demasiado pequeña para el espíritu de conquista de quien soñó la dominación de Asia a partir de San Juan de Acre, de África, a partir de Egipto, y de América, a partir de Canadá y Nueva York. Su paranoia «bushiana» consta en el Memorial.

No fue Bonaparte quien ideó una nueva Europa de los pueblos que sustituyera a la de los Reyes. Fue la Europa revolucionaria de la libertad la que, engañada por el Cónsul de Francia, lo hizo Emperador del continente. Tan anterior y superior era el espíritu europeo a los quince años de dominio de Napoleón, que hasta sus cuatro vencedores tuvieron que enviar plenipotenciarios al Congreso de Châtillon para «tratar la paz con Francia en nombre de Europa» (Protocolo de 5/2/1814).

La pequeña Lituania enterró la posibilidad de independencia de una Europa uniformada por Napoleón. Si quiere, puede volver a sepultar mañana cualquier otra veleidad independentista de la Europa mercantil de los 25. Bastará que use su derecho de veto.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 12 de junio de 2003.

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