Blair, Bush y Aznar.

Un precepto del Tratado de la Unión Europea obliga a los gobiernos de los países miembros a actuar en política internacional bajo un mismo criterio, con lealtad y solidaridad de todos entre sí y de cada uno frente a todos. A diferencia de lo que ocurre en materias económicas y monetarias, la unidad de acción en asuntos internacionales no está garantizada con normas procesales de las que salgan acuerdos vinculantes para los Estados que discrepen de la mayoría.

Tal carencia normativa había sido suplida hasta ahora por la civilizada costumbre de las consultas previas. La crisis de Iraq ha hecho saltar por los aires la civilidad de los Gobiernos europeos y el Tratado de la UE. La deslealtad y la insolidaridad entre los Estados miembros han sido tan escandalosas como «pitoyables». Nunca antes se había manifestado con tal nitidez la división de Europa en una cuestión concerniente a su propia conciencia moral, de la que depende nada menos que la posibilidad de su independencia política.

El irresponsable atentado a la futura unidad política de Europa plantea un doble problema a la conciencia intelectual de los europeos: 1.- Identificar y denunciar públicamente a los responsables de la felonía. 2.- Dilucidar si es o no posible acceder a una conciencia política autónoma sin que Europa se independice de los EE UU en asuntos internacionales. Necesitamos resolver el primero para saber en quién deben confiar los europeos; y el segundo, para tomar conciencia del carácter utópico o realizable de los Estados Unidos de Europa.

Las respuestas a estas dos cuestiones no dependen de cuál sea la posición políticamente correcta ante la guerra de Iraq, si la de Bush o la de Chirac (había una tercera alternativa, derivada del más que probable supuesto de que Sadam no tenga armas de destrucción masiva), pues este análisis se hace bajo la perspectiva de cuál era la más adecuada a la causa de la unidad política de Europa.

Las uniones estatales no nacieron siempre del acierto de los gobernantes en las guerras o conciertos de los Estados particulares que las precedieron, sino de la trascendencia histórica de las decisiones, justas o injustas, que las determinaron. Los EE UU son ejemplo de unidad causada por una guerra justa de Independencia. Alemania o Italia, de independencia lograda con la unidad nacional impuesta por decisiones injustas de Prusia o el Piamonte.

Hay que partir de la evidente carencia de estadistas europeos. Ninguno de los gobernantes actuales tiene la talla intelectual, moral y política de los fundadores de los Estados Unidos, ni ha previsto el nuevo orden mundial que requiere la disolución del imperio soviético, como Cavour vio el porvenir de los Estados nacionales, tras la derrota del imperio napoleónico, y Bismarck la necesidad de una Alemania imperial, tras la implantación colonial del imperio británico. Aunque hoy todos vean la necesidad de que Europa, junto con Rusia, equilibre la hegemonía mundial (sin control exterior) del poder militar de EE UU, nadie se propone hacerlo.

Chirac y Schröder cometieron la falta de cortesía de no consultar a sus socios europeos, antes de anunciar su oposición al empleo de la fuerza para desarmar a Sadam, hasta que se agotara la vía de apremio, con presión exterior e inspección interior. Gran Bretaña y España, en lugar de convocar de urgencia al Consejo de Europa para reprochar allí la descortesía de Francia y Alemania, y adoptar una decisión conjunta favorable al interés de Europa, se adhirieron incondicionalmente a la determinación de Bush de invadir Iraq. El escenario bélico y las manifestaciones urbanas en todo el mundo prueban que Blair y Aznar, al asumir el error norteamericano, han asestado un golpe tan hiriente a la unidad europea que se necesitarán años para impulsar su incipiencia. Lo que allá ha sido un error de la soberbia militar acá puede ser un suicidio de la conciencia e inteligencia del mundo.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 8 de mayo de 2003.

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