La Fundación Savia he hecho una Declaración en la que solicita la creación de la figura del Defensor de las Generaciones Futuras. Esta Declaración está siendo aprobada en distintas corporaciones municipales independientemente de su color ideológico. Este ha sido uno de los pocos asuntos en que los demócratas, demasiadas veces empantanados en la charca mefítica de la epiboulê, están unánimemente de acuerdo. Quizás porque sea algo fútil e imposible. Con ella se pretende salvaguardar las necesidades y los intereses de las generaciones futuras con un espíritu de solidaridad. En el Reino Unido ya se ha propuesto una tercera Cámara Parlamentaria, denominada “Cámara de los Guardianes del Futuro”, junto a la Cámara de los Lores y la de los Comunes, para velar por los recursos de las próximas generaciones. Y es normal que Inglaterra, madre del liberalismo, tenga esta sensibilidad de modo especial. Tenemos que tener el afán de preservar nuestro entorno en beneficio de las generaciones futuras. Entre otras cosas, se dice en esta Declaración: “Advirtiendo que el destino de las generaciones venideras depende de las decisiones y medidas que se tomen hoy, que los problemas actuales deben resolverse en interés de las generaciones presentes y futuras, y que la pobreza extrema, el subdesarrollo, la exclusión y la discriminación representan un peligro para las generaciones presentes y dan lugar a consecuencias nefastas para las venideras(…)se propone a Naciones Unidas, como organismo representante de los pueblos de la Tierra, la creación de la institución del “Defensor de las Generaciones Futuras”.

Esta hermosa – y vana – Declaración de la Fundación Savia tiene sus orígenes políticos más remotos en la filosofía política de la primera hornada de pensadores liberales, como John Locke y David Hume. En concreto John Locke, en su Segundo Tratado del Gobierno Civil, sostiene con contundencia no sólo que los hombres del presente no deben tomar decisiones que hipotequen gravemente el futuro de sus descendientes, los hombres del futuro, haciéndoles asumir terribles riesgos que ellos no eligieron, sino que también afirma con la misma contundencia que nuestros descendientes no tienen por qué asumir nuestras ideas políticas y valores. Y es que la Democracia exige que sólo asuman los riesgos de las decisiones aquellos que toman esas decisiones y son decisiones mayoritarias. De lo contrario nuestra generación convertiría en una generación de súbditos de sus ascendientes a nuestros descendientes.

Ahora bien, tomar decisiones políticas que sólo afecten al presente y quede limpio de ellas el futuro es, básicamente, una hermosa utopía mediante la cual se expresa el deseo honesto de que cada generación construya su mundivisión desde cero. Esto es imposible, aunque sea un pensamiento noble desde la libertad. Sería hondamente liberador que en cada generación naciera un Mundo Nuevo, sin los prejuicios e intereses bastardos del Mundo Viejo, aunque no todo lo Antiguo es despreciable, ni la juventud es un estado de gracia y santidad, y no escuchar a los “pampálaioi” siempre ha traído desventuras sin cuento a los “mundos nuevos”. Tomar decisiones hoy repercute en el mañana, queramos o no. Ahora bien, “sensu stricto” los representantes políticos – desde la óptica del liberalismo político, padre de la noción de representación – no sólo son representantes de unas personas concretas, sino que también lo son de un tiempo concreto; y eso obligaría a que sus tomas de decisión apuntasen sobre todo al presente, y se intentase minimizar sus efectos en el futuro. Pero esto no puede pasar sólo de un intento más o menos noble. Cuando un gobierno, pensando en el bienestar de los coevos – que es en lo que básicamente tiene que pensar – decide instalar una central nuclear, esta decisión repercutirá sin duda en el futuro. Y si bien he puesto un ejemplo demasiado estridente, se podrían poner miles de ejemplos en los que ocurriese lo mismo. Dada la dificultad – imposible de resolver – que entraña decidir sin afectar al futuro, Locke subrayaba más los derechos de cada generación: “No hay compromiso alguno que obligue a los hijos o descendientes a acatar lo que sus padres han acatado.” Ningún acto del padre puede eliminar la libertad de su hijo, como tampoco la de ningún otro hombre. Un hijo no nace súbdito de ningún régimen político, ni está obligado por los pactos que hicieron sus antepasados. Sólo la propiedad heredada de la que se disfruta obliga a aceptar las condiciones que regulan dicha propiedad, y ello hace que uno deba someterse al gobierno del Estado bajo cuya jurisdicción está. Bien es verdad que este optimismo de creación de mundos nuevos con cada nueva generación que predica la filosofía inglesa de finales del XVII y XVIII (Hume, Daniel Defoe) está relacionada con los “vacui loci” que parecían existir en el mundo de entonces con respecto a la raza blanca. La posibilidad de que existiesen “res nullius” para los blancos colonizadores daba una crecida esperanza para mundos nuevos. Cada “res nullius” un mundo nuevo. Desgraciadamente esta posibilidad se ha terminado, casi hasta en lugares inhabitables como la Antártida.

Bien es verdad que Hannah Arendt sostenía que cada vez que nace un niño nace una nueva esperanza para el Mundo, y que en ese sentido el Mundo se renueva. Quizás cada bebé nos visite con nuevas cosmovisiones desde los intermundia. Es por ello que ante la inanidad y futilidad bien intencionada de la Declaración de la Fundación Savia nos esforcemos en no “envenenar” a nuestros hijos con nuestros viejos odios y prejuicios. La única esperanza de que mejore nuestro pobre mundo está sólo en los “nascituri”. En ellos está la salvación del mundo.

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