Tanto Teofrasto como Quintiliano aseveraban que el mayor beneficio expresivo para el político lo proporciona la lectura de los poetas (“poetarum lectionem”). Y ello se debe a que según el calagurritano la poesía se ha creado para representación intensa (“genus ostentationi comparatum”). El discurso del político admite máximas, relatos históricos y míticos, y metáforas, como hizo el político griego (Leptines) que dijo: “No privéis a la Hélade de uno de sus ojos”. Y Démades, cuando decía que gobernaba los restos del naufragio de la ciudad. Pericles llamaba a la hostil Salamina “legaña del Pireo”, y Foción hablaba de su política como “una carrera de fondo”. La poesía ayuda al político a subrayar y hacer más ostensibles sus ideas o la situación política del momento. Churchill y De Gaulle son buenos ejemplos del uso de la expresión poética para describir situaciones políticos o acuñar nuevas expresiones de la política (“telón de acero”), o levantar los ánimos (“regresa la cruz de Lorena sostenida por nuestra brava doncella”). La imagen poética, sobre todo si se constituye con la unión mágica de dos términos de campos semánticos que no tienen nada que ver el uno con el otro, aquello que Horacio llamaba la “callida iunctura”, puede resumir perfectamente un concepto complejo. “Guerra fría”, “sociedad abierta”, “Estados tapones”, “soldados fantasma”, “burgos podridos”, “votos flotantes”, etc.

También la Historia puede nutrir al político con un cierto jugo denso y delicioso (“quodam uberi iocundoque suco”). Además de mostrar la Historia como maestra de ejemplos pasados que oportunamente pueden inspirar soluciones para las crisis del presente, a menudo este género literario también puede sonar a clarín de guerra (“bellicum canere”), que puede servir al político para exhortaciones llenas de ímpetu y contundencia a sus posibles electores pasivos o abatidos.

Asimismo, la filosofía puede preparar muy eficazmente al político futuro tanto en la ideología -término creado por Antoine Destutt, marqués de Tracy– como en la lógica argumentativa (“oratorem futurum optime Socratici praeparant”). La lectura constante de la gran literatura clásica debe ser un deber de oficio para todo político. Se debe conocer a fondo a los mejores autores, y con una lectura intensa, más que con la de muchos escritores, se ha de formar el espíritu político y captar el pertinente colorido de los distintos temas y ambientes. En realidad, la biblioteca de un político romano no tenía por qué pasar de los cien genios del período clásico.

Quintiliano considera que las lecturas obligatorias de un político romano deberían ser en poesía griega Homero, Hesíodo y sus “útiles sententiae”, Antíoco de Colofón, Paniasis de Halicarnaso, Apolonio de Rodas, Arato, Teócrito, Tirteo –“Horatius frustra Tyrtaeum Homerum subiungit?”- , Calímaco de Cirene, Semónides de Amorgos, Hiponacte de Éfeso, Arquíloco, Alcmán de Sardes, Safó de Ereso-Lesbos, Alceo de Mitilene –“Alcaeus in parte operis “aureo plectro” merito donatur, qua tyrannos insectatus multum etiam moribus confert”-, Íbico de Rhegion, Teognis, Anacreonte de Teos, Estesícoro de Sicilia, Píndaro de Tebas, Simónides y Baquílides de Ceos, Aristófanes, Eúpolis, Cratino, Sófocles, Eurípides, Esquilo, Menandro, y Filemón. Entre los historiadores griegos se deben leer a Tucídides de Atenas, Heródoto de Halicarnaso, Teopompo de Quíos, Filisto de Siracusa, Eforo de Cuma, Clitarco –acompañante de Alejandro Magno-, Timágenes de Alejandría, y Jenofonte. De oradores griegos a Antifonte, Andócides, Iseo, Licurgo, Dinarco, Demóstenes –paene lex orandi-, Esquines, Hiperides, Lisias, Isócrates –más adecuado para entretenimiento, como en una palestra que para la lucha del foro-, y Demetrio de Fálero. Entre los filósofos griegos a Platón, Aristóteles y Teofrasto. De la poesía romana a Lucrecio, Varrón de Atace, Ennio –”Ennium sicut sacros vetustate lucos adoremus”-, Virgilio –segundo Homero-, Ovidio de Sulmona, Cornelio Severo, Serrano, Valerio Flaco, Saleyo Baso, Lucano –”magis oratoribus quam poetis imitandus”-, Horacio, Persio, Lucilio, Terencio Varrón –”vir Romanorum eruditissimus”-, Catulo de Verona, Cesio Baso, Accio, Pacuvio, Vario, Pomponio Segundo, Plauto, Cecilio, Terencio Afro, Afranio –”utinam non inquinasset argumenta puerorum foedis amoribis mores suos fassus”-. De entre los historiadores romanos a Salustio, Tito Livio –”nemo historicorum commodavit magis”-, Tácito –al que Quintiliano se refiere de modo indirecto-, Aufidio Baso, Fabio Rústico, y Cremucio. De la oratoria a Cicerón –rey de los tribunales y verdadera denominación de la elocuencia-, Asinio Polión, Mesala –promotor del círculo literario al que pertenecieron Tibulo y Ovidio-, Cayo Julio César –del mismo brío en el foro que en la batalla campal de la guerra-, Celio, Calvo, Servio Sulpicio, Casio Severo, Domicio Afro, Julio Africano, Tracalo, Vibio Crispo, Julio Segundo, Plinio, Curiacio Materno. Y de entre los filósofos a Cornelio Celso, Papirio Fabiano, Catio y Séneca –”in philosophia parum diligens, egregius tamen vitiorum insectator fuit”-, “arena sin cal”, al decir de Suetonio.

Y si los políticos que fueron discípulos de Quintiliano leyeron estos autores recomendados con profundidad, sin duda se encontraban bien equipados para pronunciar discursos excelsos. Hoy quizás las lenguas clásicas hayan sido arrasadas, como los bárbaros quemaban las bibliotecas y arrancaban las rosas, principales símbolos del clasicismo, por eso mismo: para que el pueblo no pueda comparar ya a los políticos hodiernos con los que actuaron en el Mundo Clásico. Las comparaciones son odiosas, por eso lo mejor es eliminar la mínima posibilidad de comparación con algo que fue más grande. Efectivamente, las Clásicas, el latín y el griego, ya son imposibles en esta barbarie moderna, porque aquéllas no solamente aspiraban a igualar a los buenos modelos, sino intentaban superarlos, y ésta –la actualidad bárbara– se afana sólo en la abyección y el rebajamiento moral y estético.

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