Vuelve la “reconciliación”, concepto religioso que en política deviene consenso, o reparto del saco.

La “reconciliación” es el último grito del nieto de Iglesias, aquel miliciano de Victoria Kent con quien, ya en el franquismo, Manuel Vázquez-Prada se paseaba por “Arriba”. Llamar Pablemos a la “reconciliación” y matar los okupas maños a un motero en Zaragoza por llevar tirantes de España ha sido todo uno.

La Agencia Efe (no sé si su comisario, Vera, que anda por Chile vendiendo el cambio climático, sabrá que se llama Efe “por ser ‘F’ la letra inicial de Falange”) insiste en que el motero era… “simpatizante del partido de ultraderecha Falange Española”, que siempre es una manera de quitar hierro al asunto, o sea, al bate.

“Reconciliación” fue el abracadabra comunista para emprender lo que Víctor Alba llamó “la conquista de la respetabilidad”. El folleto, de junio del 56: “Declaración del PCE por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español”. Había que enterrar odios, decían, y miraban a todo el mundo. Carrillo era el cocinero, y Dolores, la mesera. “Gentes que visten la camisa azul pueden defender las reivindicaciones de los trabajadores –decía la Pasionaria–. En la Falange se puede ser útil a la causa de la clase obrera”. Eso, sí: quince años después de la “Arenga a los muertos” de Sánchez Silva en “Arriba”:

Los capitanes, los religiosos, los soldados, los falangistas, los monárquicos y los republicanos; los obreros, los estudiantes, los nobles… Sobre el blanco lecho duro de vuestra fosa pedimos imperiosamente paz, tiempo y levadura para la España que llega…
Carrillo no buscaba reconciliación, sino imagen. La consigna alternó con el “terror intelectual” (temor a que los comunistas te colgaran la etiqueta de fascista). El plan: destruir las fuerzas democráticas con la ayuda del franquismo para luego derrocar a Franco y ocupar el poder.

Si para que la gente luche hay que engañar, se engaña.

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