En mi anterior artículo analicé la causa por la cual la Mentira Fundamental del Reino (que la Constitución de 1978 funda la democracia), es una falsedad sobre la que se fundamenta el actual régimen político español.

Mi siguiente paso es demostrar por qué la Mentira Fundamental del Reino es una mentira. Para eso tengo que definir primero qué es la verdad.

Probablemente pienses que es pretencioso (o directamente imposible) arrojar luz en una cuestión tan «complicada» como la verdad. Pero te adelanto que hay factores externos que nos hacen creer eso. Quédate conmigo y veremos juntos que no es una cuestión tan difícil como parece.

En este artículo considero necesario exponer las razones por las que la verdad, hoy en día, se suele entender como algo inalcanzable, inexistente, o tan relativo y subjetivo, que es equiparable a la opinión.

He de comenzar mi razonamiento desde abajo: observando las condiciones materiales de la sociedad actual.

Los grandes materialistas, Marx y Engels, decían que la infraestructura tecnológica condiciona y da nacimiento a la superestructura cultural.

Puedo comprobar que, efectivamente, el mundo hoy no sólo está altamente sofisticado por la tecnología, sino que la sofística es la corriente dominante del pensamiento.

Los grandes sofistas, Protágoras y Gorgias, esgrimían que, como no hay verdad absoluta, entonces no existe la verdad. Sostenían que la verdad es subjetiva. La situaban en la misma categoría que la opinión. Es decir: que no hay verdad, sino que todo son opiniones subjetivas.

Puedo inferir directamente con mis sentidos que la sofística domina el pensamiento de nuestros tiempos. «La verdad no es absoluta sino que depende del cristal con que se mira»; «No hay una sola verdad, sino que cada punto de vista tiene su propia verdad»… ¿Cuántas veces hemos escuchado este tipo de frases?

Pero tales creencias fenecen ante un detenido análisis lógico. No es necesario que la verdad deje de ser verdad por el hecho de que no sea «absoluta». La noción de absoluto es un artificio innecesario en la noción de lo verídico.

Para que algo sea verdad no es necesario añadir, ni aclarar, que es «absolutamente verdad»; porque saber qué es el Absoluto al que nos remite el añadido es algo ya, cuanto menos, difícil de precisar, y genera infinidad de problemas metafísicos imposibles de comprobar ni de resolver (a los empiristas me remito).

Los sofismas extendidos hoy del estilo «todo es relativo», «todo depende del cristal por donde se mire», «cada persona tiene su propia verdad», etcétera, es retórica inútil que no hace otra cosa que adormecer a la inteligencia.

Porque: ¿qué otra intención tiene ese tipo de afirmaciones sino sostener, tal y como hicieran los sofistas, que la verdad es equivalente a la opinión?

Protágoras, padre del relativismo, sostenía que todo es verdad, y que por lo tanto nada es verdad.

Ponía como ejemplo que si en el mismo lugar alguien dice tener frío, y otro dice tener calor, las dos cosas son verdad. Cada uno tiene su verdad subjetiva («doxa», opinión) que es verdadera para él y falsa para los demás; así se demuestra que no existe la verdad objetiva («episteme», ciencia), sino que todo son opiniones.

Inmediatamente uno detecta que este tipo de sofisterías son una contradicción en los términos: si no existe la verdad absoluta, ¿eso a su vez no es una verdad absoluta?

Incluso si dieses el siguiente paso, para esgrimir que «la única verdad absoluta es que no hay verdad absoluta», no dejarías de ser frívolo ante algo que tú no conoces, como es el Absoluto.

¿Cómo puedes afirmar que lo único que hay en el Absoluto es lo que tú dices, si no conoces todo lo que hay en el Absoluto?

Son tan estériles los alambicamientos sofísticos que, ya desde antiguo, los sofistas fueron ridiculizados. Pero, a pesar de que la sofística fue brillantemente tumbada por Platón (y su maestro Sócrates), y superada por la ciencia peripatética en siglos posteriores, el relativismo y el nihilismo sofístico vuelven a la carga una y otra vez en todas las épocas.

Por supuesto, no se debe restar valor a la sofística como pieza esencial en la evolución del pensamiento (el necesario giro de la cosmología a la antropología en la filosofía griega). La sofística ha sido también una herramienta formidable de cuestionamiento del poder político.

Pero en nuestra época, el discurrir dialéctico de la Historia nos sitúa en el opuesto del péndulo donde el poder político ahora se escuda y sostiene en la sofística, en el relativismo, y en la imposibilidad de la verdad.

El combate a la sofística es la antítesis del momento histórico que nos ha tocado vivir. Afirmar que existe la verdad en la política es revolucionario.

He de explicar este contexto un poco más. No estamos ante algo causado por la voluntad de nadie, sino por un rebote caprichoso de los tiempos.

La fuerza que impulsa el desconcierto en el pensamiento, la vuelta al relativismo y a la ausencia de toda certeza, toma un ímpetu irresistible por causa de una serie de acontecimientos recientes que han sido traumáticos para la Humanidad.

Puedo citar la Gran Guerra (dividida en tres actos: primera, segunda y una tercera que quedó en ensayo) que supuso el fracaso final del positivismo y de su antecedente racionalista ilustrado.

Puedo ver en la caída del bloque soviético cómo se hizo patente la imposibilidad de las ideas igualitarias.

Y puedo notar un estremecimiento en toda la Humanidad cuando observo los últimos avances de la Ciencia: la monstruosa y aberrante inmensidad del espacio sideral observada por Hubble, la evidencia del efecto Doppler en el distanciamiento de las galaxias que sugieren una ilógica Creación en un punto del tiempo (lo cual desentierra el oscurantismo de los místicos medievales), o el enigmático comportamiento observado en la materia cuántica, que la hacen inconciliable con las teorías mecánicas de la física (en algún punto deben estar mal formuladas y no se sabe por qué).

El conocimiento excluye la sorpresa y la indignación.

No me sorprende, pues, que tantos derrumbes, fracasos, desengaños y enigmas nos conduzcan al desconcierto en todos los sentidos.

Pero que el mundo siga siendo, esencialmente, tan misterioso para el hombre contemporáneo como lo era para el hombre del Paleolítico (ambos lo explican con sus medios y ninguno lo consigue) no significa que no exista la verdad.

La reacción causal de escepticismo hacia lo verdadero se intensifica por la eficiencia en las telecomunicaciones. Estamos cada vez más sobrecargados con enormes cantidades de información: consumimos a diario abundantes datos y puntos de vista tan variados y contradictorios entre sí, que discernir entre la verdad y la mentira en cualquier materia parece algo imposible1.

Tampoco me sorprende que, sostenidos en alto por la inercia de los tiempos, hoy nos bombardeen desde arriba (prensa mayoritaria, intelectuales subvencionados, clase política) con que cada uno tiene «su verdad», igualmente válida a la de los demás.

El fenómeno se explica con las causas analizadas. Pero si examinamos detenidamente el efecto de esa propaganda que viene de arriba, vemos que detrás hay una intención política2.

Pensemos: ¿qué pasa cuando la propaganda oficial dice constantemente que no hay una sola verdad y que cada uno tiene «su propia verdad»?

Que se intenta eliminar toda oposición al régimen establecido.

Porque si se te ocurre cuestionar el poder, eso inmediatamente pasa a ser tan sólo tu opinión. ¡Es sólo lo que tú opinas! Tu crítica, por muy certera y verdadera que sea, pasa a ser tan sólo «tu verdad».

Y como el que está instalado en el poder también tiene «su verdad», que es igualmente válida a la tuya, ambas verdades se neutralizan y la cosa se queda igual.

Así es como la situación material, la relación de poder, se queda como está.

Pero si los que están arriba son los que mantienen y ejercen el poder, ¡están imponiendo «su verdad» mientras dicen que ninguna verdad ha de imponerse!

La democracia es entonces lo que digan ellos, los de arriba. Es su verdad, la verdad del Régimen. La verdad hegemónica.

Dicen ellos: si no te gusta el Régimen y nuestra verdad ¡funda un partido político! Aunque digas que esto no es una democracia, ¡instálate en ella y que te voten! Y una vez seas de los nuestros, una vez seas miembro de nuestro club, con una colosal estructura de asalariados que dependen del partido, disfrutando de las exorbitantes prebendas, fama, televisiones, y ganando millones de euros anuales3, intenta destruirlo. Intenta renunciar a todo eso, cuando lleves años viviendo de eso. ¿Lo harás?

¿Qué arquitecto demolería un edificio con él mismo dentro?

Así es como queda todo atado y bien atado. Con un disfraz de tolerancia y laxitud de pensamiento, el Régimen deviene férreo, inamovible.

Y si la democracia se considera el mejor de los sistemas posibles (por las razones que vimos en el anterior artículo), y la verdad hegemónica es que vivimos en una democracia, ¡se inocula la creencia en los gobernados de que hoy viven en el mejor de los mundos posibles!

Ya lo vaticinó la distopía4 de Huxley: «Una dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, una cárcel sin muros en el cual los prisioneros no soñarían en evadirse (…) los esclavos “tendrían el amor de su servidumbre”».

Se explica así que en España ocurra un milagro, un fenómeno paranormal: a pesar de la reconocida corrupción e impudicia de toda la clase gobernante, la gente les sigue votando.

Pero detrás de todo milagro hay una mentira.

Sólo la mentira, camuflada por la sofística y el relativismo, puede mantener una situación aberrante durante tanto tiempo.

Llegados a este punto, conociendo las fuerzas históricas y las relaciones de poder que nos empujan a creer hoy que no existe la verdad, o que es relativa y equiparable a la opinión de cada uno, es legítimo que me pregunte: ¿qué es la verdad?

¿Cómo definirla? ¿La verdad es lo que hay fuera de la mente, o lo que hay dentro de ella? ¿Es objetiva o subjetiva?

Abordaré esta cuestión en el siguiente artículo. Descubriremos, además, al «pensador maldito» que halló los fundamentos revolucionarios de la verdad en la política: Antonio García-Trevijano Forte.

Te invito a que me acompañes, ¡será apasionante!

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1 Recomiendo encarecidamente la lectura de este brillante artículo que ahonda en las causas tecnológicas del desconcierto actual y la apatía política: Por qué no estalla una revolución

2 Descarto que vivamos en una especie de conspiración porque la simple comodidad puede explicar el fenómeno. A la clase política y a sus periodistas a sueldo les resulta al mismo tiempo beneficioso y fácil sostener que vivimos en una democracia; sólo tienen que dejarse llevar por la corriente de relativismo y nihilismo político propia de nuestro tiempo. Además, poco importaría si mienten a sabiendas o no: el resultado es el mismo en ambos casos.

3 Véase en el BOE la cantidad de millones que se llevan los partidos cada trimestre.

4 El título de su obra cumbre de 1932 se tradujo en Francia como «Le Meilleur des mondes», más acorde al mensaje crítico que transmite que el insulso «Un Mundo Feliz» por el que se optó en España.

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