Desde tiempos inmemoriales en la historia humana, la elaboración de artefactos y automatismos que permitan aligerar la carga del trabajo, reemplazando a las personas en las tareas más pesadas, y sobre todo repetitivas, ha sido una de nuestras grandes pasiones. Los primeros autómatas que aparecen, son ingenios más o menos complicados, que desarrollaban un programa predeterminado y que no implicaba, necesariamente, la idea de la retroalimentación. Son ya célebres los creados por el genial polímata italiano Leonardo da Vinci -como su león mecánico creado para el rey Luis XII de Francia- y también, acudiendo a nuestra propia historia, los del relojero, no tan conocido, Juanelo Turriano (Giovanni Torriani) para el emperador Carlos V. En este último caso, tuvo gran éxito en la corte, el autómata con forma de monje que caminaba, movía la cabeza y también la boca y los brazos, causando el lógico asombro ante el público que lo observaba. Jaqcques de Vaucanson, el gran inventor grenoblés, también construyó varios autómatas animados, entre los que cabe destacar un flautista que era capaz de tocar melodías. El ingenio consistía en un complejo mecanismo con forma humanoide, que mediante aire, causaba el movimiento de los dedos y labios, simulando el funcionamiento de una flauta. Posteriormente, y a petición de Luis XV, intentó construir un modelo que tenía también corazón y venas, pero murió antes de poder terminar el encargo del monarca.

Esta pasión humana, guiada por una lógica necesidad de sometimiento de la materia a la voluntad, y la ilusión que producía en príncipes, monarcas y demás cortesanos, servía así al propósito de que vieran colmadas sus ilusorias e insaciables pretensiones de poder, al observar estas creaciones antropomórficas. Esto es algo que alcanza su máxima plenitud y hace realmente honor al término “artilugio”, en el siglo XIX de nuestra era. Al fin y al cabo, y haciendo buen uso de la etimología, “artilugio” -que comparte raíz con arte o artificio- es lo que se crea o ajusta para ser quebrado (lugere significa luto o quiebra en latín)

Diseñar hombrecillos mecánicos que respondían y actuaban a voluntad, es algo que, como digo, siempre ha resultado agradable de observar, no únicamente por los más poderosos, sino por la especie humana en general. En la actualidad, y ya alcanzando lo que con gran regocijo se ha venido a llamar “la edad moderna” (y su consecuentemente febril modernismo), estas creaciones han alcanzado un enorme grado de sofisticación, y han alimentado la imaginación de autores que, como Isaac Asimov, inauguran la nueva era de la robótica y la mal llamada “inteligencia artificial” que tantos ríos de tinta hace correr en nuestros tiempos.

Conectando esto con el mundo de la política, cuya primera automatización fue la de crear mecánicos partidos integrados en el propio Estado a partir del fascismo de entreguerras, podemos observar como, lo que inicialmente fueron una serie de luchas sociales, que se desarrollaban de modo natural mediante asociaciones espontáneas en la sociedad civil, alcanzaba una arquitectura más eficiente a través de la delegación de tan fatigosa tarea, en manos de la faraónica y esplendorosa fabricación gubernativa y administrativa que conocemos como “Estado”. La pesada carga de los obreros era así aligerada mediante su delegación funcionarial, y la de la atribulada sociedad civil, sobre los hombros de un creciente funcionariado político. De este modo tan simple, y como aquel que se sacude el polvo de sus manos, todos se jactaban de la asombrosa comodidad lograda, a través de lo que querían llamar “un sistema” y que permitiría a hombres y mujeres disfrutar ociosamente de su existencia, sin más preocupación que la de los meros trámites burocráticos y la cumplimentación de los documentos de rigor.

Mediante esta colocación tan básica e idealista, tan sencilla y al alcance de la comprensión de cualquier persona, por muy zoquete que fuese y de pocas luces, y de modo prácticamente inadvertido para todos, se renunciaba a la libertad individual y lo que es peor aún que eso, a la libertad política colectiva.

En este estado de cosas, y con estos mimbres, el paso más lógico y consecuente debería de ser, -como ya sugieren muchos- el de hacer que el voto, dejando de ser un derecho político, pasase a ser un deber, haciéndose obligatorio mediante una ley. Algo que no es en absoluto descabellado, puesto que ya en algunos países, como Grecia o Argentina, se hace de este modo. Incluso Nicolás Maduro, presidente del régimen chavista venezolano, realmente incomodado por el éxito de los abstencionarios en Venezuela, comienza a hablar de ello sin ningún decoro ni pudor.

Esta idea del voto obligado, que va siendo asumida con normalidad por una gran parte de la, cada vez más anestesiada sociedad -y que ansía, sobre todas las cosas, su aparente igualdad y homologación-, deberá llegar a algo similar a un mecanismo mediante el cual, cuando los oligarcas estimen oportuno, los súbditos o sentimentalmente ciudadanos, se levanten de sus asientos y voten inmediatamente introduciendo las correspondientes listas preimpresas, y que el régimen les facilita oportunamente. No es necesario mas que efectuar las automatizaciones estatales que sea preciso. Y así, de este modo tan sencillo, el payaso que ya no tiene gracia, el monologuista a quien ya nadie ríe sus chistes, podrá superar su depresión con un sencillo automatismo que, al ser accionado, pondrá en pie a un público de latón y que aplaudirá rítmicamente y sin pausas, con el énfasis y grado de intensidad que los burócratas deseen regular.

Votar para nada, votar sin elegir a las personas y los gobernantes, pero al fin y al cabo, votar. “Estado de bienestar” lo llaman.

 

Y ahora corran, corran todos a votar….

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