No a la prohibición de partidos políticosLa autodefensa del estado de partidos necesita de medios y miedos. Medios contradictorios con sus propios postulados supuestamente democráticos ante patologías como la instrumentalidad no deseada de los injustificables privilegios oligárquicos en que se sustenta y que alimentan a sus únicos agentes políticos reconocidos, los propios partidos políticos. Y miedos que determinen el ingreso o expulsión en el selecto grupo de integración de masas delimitado por el consenso de los participantes en el acuerdo institucional del setenta y ocho. El acceso a las subvenciones estatales, la disposición de espacios publicitarios gratuitos y el acceso al padrón por asesinos o sediciosos son consecuencia del régimen oligárquico de partidos de integración proporcional de masas, que resultarían imposibles en un sistema mayoritario de representación ciudadana. Es lógico pues, que los delincuentes y los enemigos de la Libertad se percaten de que la mejor garantía de impunidad y eficacia es la articulación delictual a través de un partido político.

Prohibir por ley un partido político, ya sea comunista, nazi, integrista, separatista o filoterrorista más allá de la contundente aplicación del Código Penal a la conducta de sus integrantes, es síntoma de la debilidad y contradicción intrínseca del estado de partidos, inconcebible en Democracia, donde el partido sea instrumento de su funcionamiento y no agente único de la actuación pública, sujeto exclusivo del derecho a ejercer la política, y de nutrición asistida estatal como un órgano administrativo más.

La República Constitucional, como acción humana para la democracia, saca a los partidos del estado para civilizarlos, sin que precisen del patrocinio estatal y sin que sean necesarios funambulismos promoviendo leyes autodefensivas del privilegio de ser un partido de estado.

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