Caamaño y Gallardón coincidían públicamente en el momento del relevo ministerial que para el nombramiento de Magistrados del TC la propia constitución es la que exige un consenso que “inevitablemente” se tiene que dar entre el PSOE y el PP. Sin separación de poderes en origen, no existe constitución por mucho que formalmente así se nombre a una norma consensuada entre distintas corrientes políticas. Y sin constitución resulta absurdo hablar de Tribunal Constitucional  (TC) alguno que defina la legalidad de la norma en última instancia.

Que nadie se engañe, la presión sufrida por el TC para influir en el sentido de su fallo en relación con el estatuto catalán tuvo origen en la propia inconsistencia de su ser. Y se ejerce por quien presiona porque sabe de su capacidad de influencia. Es lo que tiene configurar un filtro último de legalidad conformado en su composición por criterios de reparto político. Pretender luego que se resuelva conforme a Derecho, cuando nunca ha sido esa la intención del constituyente, es de una necedad insondable.

El Ministro de Justicia D. Francisco Caamaño preguntado sobre la tardanza del pronunciamiento del Tribunal Constitucional sobre la legalidad del nuevo Estatuto de Cataluña, anunciaba entonces sus deseos de pronta resolución añadiendo que se encontraba esperanzado en que la Sentencia diera una solución “clara y con el mayor consenso” sobre el asunto.

Con tales declaraciones Caamaño avalaba la solución judicial pactada que meses antes ya había interesado la Vicepresidente Primero del Gobierno Dña. María Teresa Fernández de la Vega, justificando la tardanza de la resolución del Alto Tribunal en el esfuerzo colectivo que “todo el mundo” estaba haciendo desde la presentación del recurso –hacía tres años- para llegar a una solución consensuada que fuera “la expresión de un deseo de todos”.

Tal maleable concepto de legalidad en el derecho público asumido íntegramente por Gallardón en atención a intereses consensuales es tan ajeno a la razón de la Justicia y el Derecho como la dilación de la resolución del asunto en función de la coyuntura política. La solución judicial consensuada de la litis sirve para los conflictos de derecho privado, que son susceptibles de negociación dado el poder de disposición de las partes sobre el objeto del litigio, pero no para la calificación de legalidad de conductas y actos dentro del derecho público, que quedan sustraídos de la voluntad de los litigantes.

Reconocer que la dilación en la resolución sobre la constitucionalidad o no de una norma se debe a la voluntad de recurrentes y recurridos de llegar a una solución consensuada sobre el fondo del asunto tiene varias consecuencias. La primera es el reconocimiento implícito de que los Magistrados del Tribunal Constitucional son meras marionetas de los partidos políticos que sustentan las partes procesales, obedeciendo sus órdenes tanto sobre el contenido mismo del fallo como sobre la adaptación de los tiempos procesales a su interés. La segunda es asumir que lo de menos es la legalidad de la norma, sino la obtención de una solución judicial que contente a quienes la discuten.

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