Tradición circense    Roma, la ciudad más importante que ha existido en el Mundo Occidental y, por ende, la más influyente que ha existido en la Historia, creadora con su Imperio de la civilización occidental y de sus principales valores, era una ciudad muy conservadora y tradicionalista. Su desarrollo urbano no conllevaba destruir lo antiguo, sino que su crecimiento respetaba lo viejo con la construcción de nuevos edificios aledaños. Pocas sociedades han venerado de tal modo los edificios y acciones que han llevado a cabo los antepasados. Vetustas auctoritatem habet, decía Marco Fabio Quintiliano. Cuanto más antiguo, tanto más sagrado. Los romanos del pasado más remoto eran más fiables que los del pasado reciente. Respetaban tanto lo antiguo, se sentían tan seguros con las viejas formas, que lo nuevo les llenaba de incertidumbre y miedo. Edificaban el futuro con el apoyo de los amados abuelos. No importaba que en el pasado hubiera hechos vergonzantes: el primer romano “Rómulo” (Roma es a Rómulo como Sicilia es a sículo), amamantado por una lupa/meretrix/latro. No importaba tampoco el fratricidio. El pasado es sagrado porque es nuestro. Y cuanto más antigua sea la “domus” en que se vive más noble es el vecino que la habita de la ciudad de Roma. El pasado, presente en las favisae del alma nacional romana, alentaba con su poder inmenso a cada generación de romanos. El mismo hecho de que el latín llame a la revolución “res novae” ya nos indica bastante sobre el carácter romano y su temor – un tanto despreciativo y repulsivo – ante toda “novitas”. La República desarrolla su Democracia con los comitia centuriata y los comitia tributa, pero siempre sin romper con los venerados comitia curiata de la vieja monarquía, que seguirán sancionando los cargos públicos egresados de los comitia centuriata y las leyes promulgadas por los comitia tributa. El régimen del principado, iniciado por Octavio Augusto, no rompe con la constitución republicana, sino que le añade estructuras políticas que debilitan y bloquean en parte lo que de democracia conllevaba la República. El dominado, a partir de Diocleciano, sigue teniendo cónsules, aunque el consulado revista ya sólo la forma de dignidad o título nobiliario, sagrada decoración del imperio tardío. Todo ello nos confirma el miedo y el odio de los vecinos de la ciudad de Roma, mundi civitatum regina, hacia toda novedad que no respete como sacrosanto lo antiguo. El principal indicador del patriotismo romano es el amor, casi religioso, a los ancestros, a los abuelos venerandos. Catón en sus Origines, obra fundadora de la historiografía en lengua latina, afirmaba que el pueblo que no tiene Memoria de sus ancestros ni es digno de confianza para pactar con él ni dice verdad. Roma era un Museo viviente de cuyo pasado santificado sacaba la fuerza para conquistar el mundo. En el ámbito de la religión los nuevos cultos no sustituían los antiguos ( Fratres Arvales, las Argeas, etc. ); al contrario, el paganismo veía en los más antiguos la cara más verdadera y segura de los numina divina, los mayores aliados. Roma trazando su futuro con pequeñas reformas, con humildes reformas continuas que, conservando el viejo edificio, continuamente se adaptaba a la realidad flagrante, sin romper nunca con su esencia, con su definición nacional, con sus mayores, con sus orígenes.

Hoy, por el contrario, la modernidad abjura de los abuelos y diviniza toda novedad. Lo nuevo tiene un prestigio tan grande que nos abrazamos a él como si la novedad en sí misma entrañase la verdad y un puerto seguro. Paradójicamente confiamos más en los caminos desconocidos que en los itinerarios familiares.

Hoy los hijos devoran a sus padres, y se convierten en padres de sí mismos, sin tradición, sin culto doméstico, sin héroes familiares a los que venerar, sin ancestros a los que recurrir para enseñar caminos seguros. Hijos de sí mismos no en el sentido cervantino ( “cada uno es hijo de sus obras” ), sino en el sentido de estar siempre fuera de la “jaula” de la historia; sin ninguna obligación con el pasado que nos ha constituido, lanzados sin ninguna dirección histórica, ni herencia moral, ni modelo institucional al albur del último capricho o al egoísmo amoral y animalesco. Pero las naciones son fruto de la actividad histórica de docenas de generaciones. La Nación no es un bien histórico del presente, sino que atraviesa la historia alentada por todos los patriotas que la han constituido. Es un producto suprahistórico, un valor adquirido por siglos de vida en común, una densa cristalización  de un pasado siempre vivo. Los caminos felices del futuro nacional están trazados en los sueños pretéritos de la Nación. Lo que no está programado en los sueños nacionales resulta siempre un desvarío trágico. El delicado e hiperestésico David Hume exigía a los políticos que no tomaran decisiones que afectaran a ciudadanos posteriores o anteriores a su generación. Y es que la patria también es de los muertos y de los nascituri, sensu stricto, y debe mantener siempre vivos los primordios nacionales.

Catón, siempre Catón, también sostenía en sus Origines que la Constitución Romana era muy superior a la de los otros pueblos, precisamente porque había sido fruto de la sabiduría colectiva de las generaciones pretéritas y no obra de un solo hombre ni de una sola generación iletrada ( vid. Cicerón en su De re publica, 2.3 ).

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