De Cassandra o cómo Colapsar un Régimen Irrisorio

Por unos días y merced a la condena a un año de prisión (y siete de inhabilitación absoluta) de la tuitera Cassandra Vera por difamatorios chistes sobre Carrero Blanco, la (in)audiencia (des)nacional (pues como órgano del Estado de partidos desnacionaliza a una España cuya potencia popular desoye; ahora en minúsculas por desmerecer el carácter intrusivo de sus exageradas competencias materiales sus convencionales mayúsculas) nos ha retrotraído, al interpretar dichos tuits como un delito de humillación a las víctimas del terrorismo, al año 1327. Ya saben, es la fecha en la que el semiólogo italiano Eco ubicaba en El nombre de la Rosa (1980) una serie de crímenes acaecidos en una cierta abadía medieval de los Apeninos ligures. Como recordarán, el motivo de estos sucesos no era otro que la inquietante presencia, entre sus muros, del segundo libro de la Poética de Aristóteles, dedicado a la comedia y la risa.

 

En su calidad de tropo refractario del establecimiento, la risa es, en efecto, enemiga declarada de la socialdemocracia como sentido común de una época y continente (la nuestra, la de la Europa de la estatalización de partidos posterior a la llamada <<Segunda Guerra Mundial>>), porque en cuanto expresión inalienable del individuo, recuerda a los poderes fácticos, como si de un retorno de lo reprimido se tratara, cuán frágiles y permeables son los límites del consenso que ellos mismos se han desvivido por manufacturar durante décadas. En este sentido, la miopía cortoplacista de la (in)audiencia (des)nacional la ha abocado, en su torpeza, a divisar una única solución posible: el encierro-encarcelamiento institucional del súbdito como último eslabón de una vasta red de confinamiento estatal, la cual se había demostrado, en el caso de Cassandra, rotundamente fallida. Ni la familia, ni la escuela, ni el lugar de trabajo, ni la perpetua invasión de una propaganda mediática chapuceramente naturalizada en términos de entretenimiento, debate e información, habían logrado programar correctamente al individuo número [introduzca aquí su DNI] de la Monarquía de Partidos. Veredicto: enciérresele entonces en prisión, con la esperanza de que el sambenito de su delincuencia siembre el pánico de la auto-vigilancia (y, por tanto, de la autocensura) entre el resto de súbditos estatales.  Pésima idea esa de desdeñar la lógica de segundo orden.

 

Primero, porque esta decisión, de una vergüenza ajena apenas superada por la provocada por las portadas internacionales que semejante fraude democrático ha merecido, recuerda de manera elocuente a quienes acaso se les había olvidado, que en la España de hoy, a fecha de 2017, todavía millones de personas siguen legitimando, con su obediente y puntual voto, vestigios medievales tales que la monarquía, los procesos de investidura o una estrategia de censura propia de las intrigas de monjes benedictinos del siglo XIV.

 

Segundo, porque no es difícil advertir que la injustificada dureza de esta práctica autoritaria no es sino una confesión de acusada debilidad, a saber, la de quien dando por perdida la batalla por la hegemonía cultural, incapaz ya de convencer, recurre al castigo y la vigilancia como espasmos de su agonía final frente a una turba de súbditos que se saben esclavos y que acaso por eso mismo se niega a entregar el último reducto de su individualidad en nombre del llamado <<delito de odio>>. Y es que la verdad sobre eso que tan hilarantemente (si no fuera porque se toman en serio a ellos mismos, o precisamente por esto) llaman <<delito de odio>> es simple: no existe nada ilegal en el odio, ni nada que nos pueda impedir odiar a una determinada cosa o persona, si eso es acaso lo que deseamos en un momento dado. Así, al coartar nuestra libertad de expresión, el brazo armado del Estado español no hace sino mostrar su impotencia a la hora de llevar a cabo aquello a lo que realmente aspira: controlar la libertad de pensamiento de sus súbditos, ese inexpugnable punto arquimediano sobre la base del cual es posible hacer caer al más opresivo de los regímenes.

 

Tercero, por lo que ya demostró Roa Bastos en una de las obras más mordaces que ha parido la literatura universal: “El Yo Supremo” (1974). Clarividente sátira del poder lingüístico-colonial, el mencionado volumen contiene una lúcida reflexión, a saber: si bien, como señala Becerra, “sólo puede concebirse el poder absoluto en la posibilidad del control total de los discursos o, yendo aún más allá, en la posibilidad de que ese discurso del poder aparece como el único posible” ( y no otro es el afán que ha motivado la infantil precipitación de la [in]audiencia [des]nacional), como si de una curva de Laffer del totalitarismo lingüístico se tratase, la apoteosis hiperrealista del aparato de censura lingüístico-legal entraña eventualmente su misma descomposición. Si en la novela es el fuego de la Inquisición propio de la teología colonial hispánica y del logos de su dominación nebrinenso-gramatología el mismo que consume a la postre el palacio del dictador (mostrando así que a escala nacional, cuanto mayor es el afán de reterritorialización onto-teo-ego- lógico, menos efectivo se demuestra el mismo), en el affaire Cassandra la homologación totalitarista ambicionada por los poderes político-legales fácticos ha acabado por engendrar precisamente el ejército mismo de espectros que aquella aspiraba a exorcizar. Las numerosas reacciones de solidaridad en favor de Cassandra (#YosoyCassandra), incluyendo la proliferación comunitaria de la risa como tropo refractario (a través de la difusión masiva de ulteriores chistes cuya mera forma banaliza la pretendida solemnidad de la decisión de la [in]audiencia [des]nacional) (de)muestra, en suma, la impotencia estructural del lawfare estatal en lo que respecta a su posibilidad de agotar la materialidad de su contenido lingüístico (es decir, de crear aquello que Butler denomina <<performativo divino>>, u ontología total a partir de su Soberano Comando bajo la forma de decretos, leyes y ulteriores dictados).

 

Cierro con un aviso para navegantes (firmado por el efervescente Roa Bastos) que bien pudiera aplicarse al patético parcheado de la (in)audiencia (des)nacional, así como al hecho de que es gracias a su ansiedad censuradora que hoy el pueblo español se pregunta, con más insistencia si cabe, qué tipo de estafa política (legalizada en virtud de la in-separación de poderes) es la que habita después de cuarenta años: “las falsas tumbas son pésimos refugios. El peor de todos, el sepulcro escriturario de a medio real la resma. Sólo bajo la tierra-tierra encontrarás el sol que nunca se apaga. Tiniebla germinal. Noche-noche la de ojos en peregrinación. Única lámpara alumbrando sus trabajos de vida- y-muerte. Pues si no siempre en lo obscuro se muere, sólo de lo obscuro se nace”. Quién sabe: quizás la condena de Cassandra, como aquella de los titiriteros de Madrid se recuerde, en un futuro próximo, como uno de los hitos que aceleraron la llegada de la República Constitucional. De nosotros depende: abstención o legitimación.

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