Este año se cumple el bimilenario de la muerte del gran poeta Ovidio, consumado artista del dístico elegíaco y maestro del amor, dotado además de una inmensa erudición de tradición alejandrina. Y en su honor uno repasa como homenaje sus libros en aleatorias calas en aquellas cuidadas ediciones oxonienses y teubnerianas, además de aquella entrañable Colección Hispánica de Autores Griegos y Latinos. Pocos autores clásicos conocen el alma femenina como su amante Ovidio que, sin duda, se esforzó en conocerla para sus conquistas, y que quizás fueron esas conquistas múltiples las que le llevaron al genial poeta relegatus a la ciudad de Tomi, para allí sufrir hasta su muerte el frío escita. Efectivamente Ovidio amaba a la mujer, pero también la valoraba como ser humano sensible y lleno de penetrante sabiduría, y en muchas ocasiones con mayor nobleza e inteligencia que el varón. Casi siempre con mayor nobleza, como nos indican las Heroidas, conjunto de epístolas en que heroínas legendarias escriben a sus amantes ausentes. Ya estaba presente la admiración a la mujer en su primera obra, Amores, sin duda homenaje a la obra del mismo nombre de Galo, el principal impulsor del movimiento de los “poetae novi” o neotéricos. En esta primera obra comienzan los peligros políticos para Ovidio cuando bajo el nombre de la protagonista de la misma, Corina, puede esconderse la mismísima hija de Augusto, Julia, cuya vida era un claro ataque en sí misma contra los grandes principios puritanos y tartufescos con los que quería el primer emperador regir la vida de los ciudadanos y ciudadanas romanos.

Se me ocurre, calamo currente, que decididamente la visión de la mujer del Mundo Clásico no está representada para nada en ese espantoso Catálogo de las Mujeres que escribiera el aristócrata poeta yambógrafo Semónides de Amorgos. Misóginos los ha habido en todas las épocas. Un simple vistazo a las heroínas de la tragedia ática y a los argumentos utópicos de la comedia aristofánica deja claro el respeto con el que al menos la intelectualidad del Mundo Clásico veía a la mujer. Incluso como esperanza de un mundo mejor. El archiconocido texto de Sarah B. Pomeroy, Diosas, rameras, esposas y esclavas, no representa a la mujer antigua por su tesis exagerada, y su hermenéutica dirigida por prejuicios anacrónicos de feminismo radical. El que la mujer no tuviera derechos políticos en la Antigüedad Clásica – de acuerdo a las condiciones que suponía la ciudadanía: el ciudadano soldado -, no significa que fuera invisible y que no actuara en absoluto en la historia social de aquella época.

La civilización griega comienza con un mundo caballeresco en el que la mujer tiene una importancia social constatable; es el mundo de la cultura cretense o minoica. Es verdad que la llegada de los micénicos – quizás los primeros griegos, sensu stricto – destruye esta primera consideración “civilizada” hacia la mujer, pero poco a poco es recuperada. La idea de que la mujer era una “cosa” más del patrimonio del hombre, como el burro y el buey, hasta el punto de que si era violada el marido sólo podía pedir una indemnización al violador, como una multa contra el que “utiliza” a la esposa sin permiso, contrasta con los hechos y la realidad histórica del mundo jurídico. El labrador Eufileto mata a Eratóstenes por seducir a su mujer en su propia casa, y claramente percibimos en el bello discurso elaborado por Lisias la defensa de la dignidad mancillada de un marido cariñoso y fiel a su esposa adúltera. Los hombres de entonces, como los de hoy, amaban a sus mujeres, sufrían el desamor, sabían ser delicados con el bello sexo y la pasión les hacía cometer locuras que jamás se hacen por las cosas. ¿Cómo entender el sufrimiento moral y recelos de Aquiles hacia Hippodamia ( Briseida ) tras devolvérsela el Atrida pensando que había tenido relaciones con el déspota si no la amara con pasión? “Juro que el grande Atrida no me ha gozado” ( Las Heroidas , III ). Es verdad que había terribles desencuentros entre el hombre y la mujer, como el que narra Livio sobre el complot de mujeres que decidieron asesinar a sus maridos, pero ello representa sólo una anécdota histórica de una secta semirreligiosa “androfonéutica”. Y jamás una anécdota, extrañísima ya para Tito Livio, puede ser elevada a la representación de una situación.

Cuando alguien como Ovidio tiene la delicadeza penetrante de conocer en sus más íntimos pormenores la psicología femenina, poniéndose casi siempre de su lado, abogando por su causa, sólo puede ser porque pertenece a una sociedad que, aunque androcéntrica desde el punto de vista político, genera una sensibilidad y unas virtudes humanas que hacen ver a la mujer como un igual, como un “coniunx”, esto es, como una compañera del hombre bajo la misma yunta que tira de la vida para recorrer juntos el mismo camino. La mirada de Ovidio hacia la mujer, como la de todos los grandes poetas latinos, es una mirada admirativa que ve a un semejante maravilloso. Siempre ha sido el amor un hecho inconcuso entre los hombres y las mujeres, y la gran fuente de energía para la justicia y para toda política de igualdad.

Por otro lado, estar dotada la mujer de los mismos derechos políticos que el hombre, siendo en sí cosa de sentido común y de pura justicia, no significa, en sí mismo, un mejoramiento humano y una promoción positiva de la mujer en todas las otras esferas. La Grecia moderna no ha tenido jamás poetisas de la talla de Safó o Anite de Tegea. Ni la Francia de los siglos XX y XXI ha tenido escritoras de la talla de Mademoiselle Bernard, Elisabeth Sophie Chéron, Antoinette du Ligier de La Garde Deshoulières, Condesa de La Fayette, Marquesa de Lambert, Mademoiselle Montpensier, Françoise Bertaut de Motteville, Duquesa de Nemours, Madelaine de Scudéry, Marquesa de Sévigné – la mejor prosa francesa según mi inolvidable amigo Francisco Nieva -, Condesa de La Suze o Madame de Ville-Dieu. ¡Todas ellas mujeres del Siglo de Luis XIV! La emancipación femenina asegura el mejoramiento intelectual de las mujeres, pero no conlleva la producción de genios singulares. Se dice que Hortensia, hija del famoso orador romano Hortensio, fue considerada como una de las grandes abogadas romanas a finales de la República.

La legislación moral conservadora de Augusto – casi integrista, como es propio en todo gobernante fariseo – y su principado autoritario marcaron el final de la elegía erótica, en la que sin duda la mujer entera y verdadera, nos aparece en todo su esplendor de gracia e inteligencia. La “puella divina” se desvanece, y el “servitium amoris”, así como la “militia amoris”, tendrán que esperar al Medievo, en el que San Bernardo exalta a la Virgen desde el espíritu feminista de la elegía.

Ovidio es relegatus a Tomis por un “carmen” y un “error”, según Tristia II, 207-212. Respecto al “carmen”, el mismo poeta dice: “Se me acusa de haberme convertido con un indecente poema en maestro de impúdicos adulterios”. Esto lo diría, sin duda, por el Ars Amatoria, en el que en los dos primeros libros enseñaba a los romanos el arte de la seducción, y en el último el mismo arte a las romanas. ¿Pero cuál fue su “error? El mismo nos lo dice: porque vio algo. “¿Por qué vi algo?, ¿por qué convertí a mis ojos en culpables?, ¿por qué no me di cuenta de mi delito más que después de mi imprudencia? Acteón, sin pretenderlo, vio desnuda a Diana: no por eso dejó de servir menos de presa a sus propios perros.” (Trist. II, 103-107). Ovidio habría intervenido – de forma involuntaria, según él – en los rituales de la Bona Dea prohibidos para los hombres. Esta festividad, que se celebraba el 1 de mayo, parece ser que requería el desnudo integral de las mujeres, asistentes a ella, según parece desprenderse de lo que nos dice Propercio en 4, 9. Recordemos que en una ceremonia semejante, el año 62 a. C., en que estos misterios se celebraban en casa de Julio César, hizo acto de presencia, camuflado entre las asistentes, Publio Clodio: el asunto desencadenó un sonado escándalo que terminó con el divorcio de César y Pompeya, la hija de Quinto Pompeyo y nieta de Sila. Pues bien, Hermann opina que Ovidio habría intervenido en este ceremonial y habría contemplado a Livia – ya de 66 años – en su desnudez. Ese fue su “error”. Y así, el más grande admirador de la mujer en el Mundo Antiguo, murió sin sus libros y lejos de su patria por la mujer.

La lucha por la igualdad de la mujer y el hombre no es cosa que encabece o abandere la izquierda o la derecha. Así, la historia de esta lucha, sin duda política, lo demuestra. En la Revolución Francesa los hombres que estuvieron a favor de la igualdad de la mujer y de sus derechos políticos fueron, curiosamente, de la parte girondina: Condorcet, Prudhomme, Guyomar, Fabre d´Eglantine, Chaumette, Romme, Amar, Santerre o Lequinio. Sin embargo, jacobinos como Robespierre definían a la mujer como “une forcé instinctive difficile à canaliser”. Aunque en los dos campos hubo enormes misóginos, desde luego los girondinos fueron más delicados y respetuosos con la naturaleza femenina. Y es que todos los girondinos, esto es, el centro derecha de la Asamblea Nacional Francesa, habían leído “La Nueva Eloísa”, de Rousseau.

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