El marianismo rampante ha lanzado dos chupinazos políticos que vuelven como un calcetín el nomos de la tierra, pero los tertulianos están más por la cosa de la nueva Beltraneja, si María Soraya o María Cospedal.

El primer chupinazo fue la liquidación de fronteras. “No me gustan las fronteras”, dijo Mariano, con la naturalidad que Javier García Pelayo dice “No me gusta el ehérsito” en “Corridas de alegría”. Viniendo del jefe de gobierno, esa declaración convierte a España en una tierra de nadie. Ni nomos ni leches. ¿Cómo? ¡El Consenso!

El segundo chupinazo lo soltó Mariano en la Caja Mágica (proyecto de Manzano tuneado por Gallardón, que lo dejó imposible para jugar al tenis al caer de la tarde, con los tenistas cara al sol), sobre un fondo marino con nostalgia de Chanquete y su pandilla. Dijo:

Sí al derecho a decidir, pero de todos los españoles.

Como el derecho a decidir es un eufemismo del derecho de autodeterminación, propio del colonialismo, esa declaración convierte a España, la nación más antigua de Europa, en una colonia. Pero ¿de quién? ¡Del Consenso!

Los ingleses, según Camba, creen que el cielo es una colonia suya y que cuando mueren van a él.

Nuestros políticos creen que España es una colonia suya y que, si ellos deciden (eso, sí, todos, por Consenso), la ponen en el mercado o se la reparten.

Este derecho a decidir de los consensuados nada tiene que ver con el decisionismo schmittiano, que también desconocen. Sería un derecho sin medida, digno de Dios, único concepto, por lo visto, a la altura del Consenso, pero sin llegarle a la altura del zapato, pues, al contrario que el Consenso, Dios nunca consiguió, por ejemplo, que ricos y pobres estuvieran de acuerdo.

El privilegio que no tuvo ninguna generación en quinientos años, lo tienen los jefes del Consenso del 78: “Ahora vamos a votar todos que España es España”. O: “Ahora vamos a votar todos que España no es España”. Y se lo creen. ¡Es la socialdemocracia!

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