Vistalegre IIVistalegre II se recordará, probablemente, por una sola escena: la de una enflaquecida masa de podemitas gritando desesperadamente “¡unidad, unidad!”. En otras palabras, pasará a los anales de la infame historia de la España postfranquista (es decir, del fracaso de la democracia en la misma) por haber sido la grotesca escenificación mediática de una constatación ya ineludible para propios y extraños: la reducción al absurdo institucional de la cooptación partitocrática del 15-M a través de Podemos.

A nadie debe sorprender este desenlace: como movimiento ciudadano, el 15-M nació y pervive en el imaginario colectivo español en la medida en que se trata(ba) de una enmienda pre-política a la totalidad de la clase política del regimen del ‘78. Integrarse en dicha casta, sea cual sea el discurso mediante el cual esta incrustación oportunista haya aspirado a legitimarse (en este caso, esgrimiendo su intención de acabar con la citada casta, pues la ideología siempre se disfraza de su contrario), era una maniobra destinada a fracasar desde el primer día. En la “hipótesis de Vistalegre” estaba ya contenida la “refutación de Vistalegre II”. La razón es obvia: la propia existencia de Podemos dentro del Estado de Partidos suponía renunciar a y traicionar la naturaleza de la fuerza social de la que en su día se reclamó juez y parte.

Y es que no conviene olvidar que etimológicamente, “radical” significa “que va a la raíz del problema”. En un Estado de Partidos, no es posible que exista partido radical alguno, porque si lo fuera, estaría fuera de aquel. De ahí que tan solo tres años después de su fundación resulte imposible negar la obviedad: ya no habrá “asalto a los cielos”. Los “que se vayan todos” y “no nos representan” del quincemayismo fueron y son una declaración de guerra contra el pacto entre élites propio del verticalismo de una monarquía parlamentaria consolidada en y por la partitocracia actual, no una moneda de cambio política.

Desde el comienzo mismo de la sedimentación institucional del posfranquismo, la capacidad de desborde social de todo movimiento ciudadano se ha basado por definición en su existencia pre-política, es decir, en ese viejo lema del ejército zapatista: nuestro objetivo es desaparecer, que llegue un día en el que ya no nos necesiten. Ese es precisamente y a diferencia de Podemos, el compromiso del MCRC, tal y como queda constatado en el cierre de su ideario: “Por lealtad a la sociedad civil, los Partidos Políticos, Sindicatos y Organizaciones No Gubernamentales no pueden ser financiados por el Estado; y por lealtad a la conciencia personal de los integrantes de este Movimiento de Ciudadanos, el MCRC no se transformará en partido político, y se disolverá tan pronto como su acción se agote con el referéndum que ratifique la Constitución democrática de la III República Española”. Es la distancia que media entre la vocación libertaria y el parasitismo estatal. Al cabo, la reactualización del debate que marcó la Transición: ruptura o reforma. En definitiva, Vistalegre II constituye el enésimo fracaso de la reforma desde arriba. Este nuevo descalabro de los ídolos políticos, empero, esboza un horizonte social inédito: la ruptura ciudadana desde abajo como única expresión legítima del hartazgo de una sociedad civil nuevamente (des)engañada.

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