El origen de la legitimidad de nuestra Carta Otorgada de 1978 está en la legitimidad derivada del triunfo en la Guerra Civil, y del reconocimiento general y continuado del Estado dictatorial resultante del mismo, plasmada en la persona de Franco.

Posteriormente, dicha legitimación dictatorial del Estado se transformó en legitimidad
monárquica, que no dinástica, mediante la Ley 62/1969, de 22 de julio, por la que se provee lo concerniente a la sucesión en la Jefatura del Estado, en la que Franco, como si estuviéramos hablando de una herencia privada, designó a Juan Carlos I como su sucesor, a título de Rey. Todo ello “de la ley a la ley”.

Legalidad política sin ruptura, como mera voluntad y mandato concreto, que sancionado mediante un acto de soberanía por Franco, transforma la legitimidad dictatorial del Estado en legitimidad monárquica.

A partir de la muerte del dictador y la aplicación formal de la sucesión, el Estado es de principio monárquico y la ley pasa a ser la voluntad del Rey, que, al final, coincide con su
supervivencia. Por lo tanto, formalmente, la voluntad constituyente es del Rey, que puede o no otorgar, aunque materialmente fuera una marioneta de Kissinger y de la socialdemocracia alemana.

Proceso de otorgamiento que finalizó con la elaboración de la actual Constitución, pactada en secreto entre los nuevos partidos políticos estatales bajo la tutela del monarca, y presentada a referéndum, como hecho consumado, a la manera de los plebiscitos napoleónicos, siendo refrendada por una mayoría inmensa de la población.

Es evidente que el sujeto constituyente no ha sido el pueblo español, que el poder
constituyente no ha residido en él, que la legitimidad constitucional no ha derivado de  la decisión del pueblo español. No ha decido sobre el fondo, sino que ha ratificado la decisión política constitucional derivada del consenso entre el monarca y los jefes de los partidos políticos estatales, que es la creación de un Estado con la forma de monarquía partitocrática, mediante la instauración del sistema de listas de partidos y la negación de la separación de poderes, causa de la corrupción imperante, donde continúan sin respetarse los principios de representación y separación de poderes.

Pero sí que es cierto que el pueblo español ratificó la carta otorgada por inmensa mayoría, lo que en ningún caso es un mínimum de decisión propia, sino tan solo
consentimiento pleno y dócil a la ajena. Las razones de dicho apoyo, fundamentalmente, fueron, por un lado, el caramelo, ciertamente sabroso, referente al otorgamiento de los derechos fundamentales individuales y libertades públicas recogidos en los artículos 14 a 29 de la llamada Constitución. Y por otro lado, equivocadamente o no, porque el pueblo español no tenía entonces otra voluntad que la de paz civil y orden.

Sin embargo, la eficacia última de la legitimidad del monarca está en la continuidad de
su propia existencia política (Carl Schmitt, “Teoría de la Constitución”, 1927). Y sobre todo, está en la negación del pueblo español de su propia existencia política como poder constituyente legítimo y democrático, que sigue renunciando a conquistar la libertad política colectiva, cuarenta años después.

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