Los dos únicos personajes históricos que me atrajeron siempre son Hernán Cortés, el extremeño de Medellín que conquistó México, y Alexander Hamilton, el escocés de las Antillas que inventó la democracia representativa.

Sobre Cortés se presentó el martes en Madrid un libro de Iván Vélez cuya portada es la estatua del conquistador en su pueblo trullada de pintura roja. Si escribir en España es llorar, hacerlo de Cortés es ser facha. Pero Vélez sale del círculo de Gustavo Bueno, sabio, por cierto, a cuya muerte guardó un elocuente silencio el ministro-portavoz Méndez Vigo que en el Parlamento asiste en posición de firmes a la lectura de décimas o espinelas del poeta reinsertado Macarro Castillo (o, en aras de la justicia poética, Castrillo).

Sobre Hamilton no conozco una sola biografía publicada en España, donde la cultura dominante (como ocurre en la Europa continental) no es la democracia representativa, sino el fascismo para pobres de Castro, honrado como “héroe” por el presidente de la UE, a quien nadie ha votado, sin más protestas de dignidad (¡en memoria de Havel!) que la del periodista checo Bohumil Vostal.
Que me perdonen los atlantes del 78, pero en Periodismo del 79 yo estudiaba Estructura de la Información (?) con un profesor (idiota y militar) que me quiso expedientar “como anarquista” por hablar de Hamilton en un examen, y Relaciones Internacionales con otro profesor que iba de “comunista proafgano”.

Ni en la Universidad ni en la calle he dado nunca con un español partidario de la “democracia representativa”, ésa que sólo existe en América y que, al decir (con muchas gráficas) del New York Times, “se apaga” porque ha ganado Trump en vez de los Clinton, que son los amigos de Slim y que, en nombre de la pureza democrática, tienen a la castrista Jill Stein recogiendo votos-colillas para deslegitimar “al fascismo”. En Europa, la izquierda joven es Renzi, que el domingo vota en referéndum por la Ley Acerbo de Mussolini.

 

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