La constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico de un país. Esta afirmación significa que ninguna otra norma pueda contradecirla, ya que leyes, decretos, reglamentos y demás disposiciones quedarían jerárquicamente subordinadas a la misma. De modo que, esta carta magna es la que marca la ilegalidad de cualquier otro texto legal, simplemente con que cualquiera de éstos disponga algún precepto que vaya contra esa constitución. Este principio implica, entre otras consecuencias, un cierto blindaje que lleva a pensar que esta norma suprema se encuentra más “allá del bien y del mal”, por lo que su validez no se pone en entredicho. En realidad, esta situación es idílica para el poder, dado que cuestionar la constitución, significa también cuestionar la base de la organización político-jurídica de un Estado.

Ahora bien, igual que todas las creaciones humanas, una constitución no es ajena a imperfecciones y/o defectos de forma que pueden ser objeto de críticas que, formuladas con mayor o menor acierto, deben plantearse por pura coherencia. En virtud de ello, la Constitución española de 1978 incurre en varias irregularidades especialmente reseñables. Estas irregularidades son tres, las cuales conforman una triada que sacude ese carácter impoluto de nuestra carta magna. La primera de estas carencias, que además concierne a su propio origen, está relacionada con el hecho de que las constituciones deban ser redactadas por unas cortes específicas conocidas como «cortes constituyentes». Es una cuestión de competencia; así como una ley para que sea orgánica debe ser aprobada por mayoría absoluta, una constitución para ser tal necesita ser redactada por este tipo de cortes, las cuales tienen que estar precedidas por unas «elecciones constituyentes».

Por el contrario, las elecciones que conformaron las cortes que posteriormente redactaron la constitución, no tuvieron ningún carácter constituyente, sino que fueron unas “simples” elecciones generales. Este terrible defecto de forma se encuentra en el Real Decreto 679/1977, de 15 de abril de 1977, que sirvió para convocar –tal y como se reconoce en el texto– «elecciones generales a las Cortes Españolas». Una carencia que se repite, incluso, en su artículo único: «Se convocan elecciones generales para la constitución del Congreso (…)». Por consiguiente, las cámaras nacidas de esas elecciones generales redactaron, ni mas ni menos, una constitución sin tener autorización para ello, amparándose únicamente en lo dispuesto por el artículo 3 de la ley para la Reforma Política, que atribuye además al Gobierno y al Congreso solo la iniciativa de reforma constitucional. Por esa razón no eran competentes en absoluto para acometer esa tarea.

La segunda carencia se encuentra en la manera en la que se aprobó la carta magna. Debido a que la mayoría de los principales grupos políticos la apoyaban, se promovió, casi unánimemente, un clima de miedo con la intención de que la constitución fuera ratificada en referéndum. En aquel momento se llegó incluso a infundir temores acerca de otra posible guerra civil si la constitución se rechazaba. De modo que, la máxima norma del país fue aprobada bajo estas condiciones, pudiendo deducirse que el miedo jugó un papel muy importante en todo este proceso. Sin embargo, llama poderosamente la atención que, en similares circunstancias, un “mero” contrato civil hubiera sido nulo. La explicación radica en el artículo 1265 del Código Civil, el cual es taxativo al afirmar, respecto a la validez de un contrato, que «Será nulo el consentimiento prestado por error, violencia, intimidación o dolo». Con todo, parece ser que lo que vale para un contrato privado no es igualmente aplicable a la constitución, cuyo debate acerca de su nulidad en este aspecto sería bueno abordar.

En último lugar, conviene destacar cómo fue incluida la monarquía. Es, como poco, contrario a la buena fe forzar a una persona a la que le pareciera bien el capítulo segundo del título primero (Derechos y libertades), a aceptar en la misma votación también el título II (de la Corona). Una estrategia que se aplicó primero en el referéndum con el que se ratificó la ley para la Reforma Política, tal y como se pudo confirmar gracias a la reciente revelación en la que Suárez reconocía ese hecho. De esa manera, se afirmaba que la monarquía se encontraba legitimada, puesto que había sido votada por la población. Ahora bien, es evidente que para ello tendría que haber existido una votación individualizada. Asimismo, el reconocimiento constitucional de esta figura supone una contradicción interna en la propia norma, ya que los privilegios otorgados al monarca rompen descaradamente la isonomía que pretende instaurar el artículo 14.

En conclusión, estos tres elementos son suficientes como para reconsiderar la validez de la Constitución española de 1978. No obstante, hay otro principio que debe traerse a colación, como aquel «consentimiento de los gobernados» enunciado por Thomas Jefferson. El presidente norteamericano no entendía porqué las decisiones de una generación tenían que obligar a las siguientes. Por eso llevó a cabo unos cálculos que, según los mismos, cada 19 años las leyes debían aprobarse de nuevo por la generación presente. En este sentido, la carta magna lleva demasiado tiempo sin someterse a ningún juicio popular, quizá haya llegado el momento de confrontarla a otro proyecto más actual.

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