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El Hernando socialista tiene pinta de no encontrar una oración en la Biblia, y, sin embargo, ha dado con una fórmula retórica para no decir Rey (¡huy, qué miedo, si me oyen los de Podemos que andan por ahí con una guillotina en la furgoneta!), y dice “Jefe del Estado”, que queda más de El Pardo.

Rajoy desairó al Jefe del Estado, pero nosotros no desairamos al Jefe del Estado

La fascinación hernandina del español con el Estado viene de El Pardo. “In illo tempore”, Felipe González, Gonzalón, para elogiar a Fraga, dijo que le cabía el Estado en la cabeza. A Gonzalón le cupo en la cárcel, donde llegaron a ingresar todas las instituciones a su cargo.

Cuando Pablemos, hombre de Estado, al fin (como todos los miembros de los partidos prebendarios), creyó llegado el momento de poner su pica en Flandes, no se pidió Asuntos Sociales para socorrer a los pobres como Santa Isabel de Hungría; se pidió los ministerios de Estado, incluido el Boletín Oficial no de la Nación, sino del Estado, para estatalizarnos el espinazo. O sea, el Estado popular de Pablemos, con poco que ver con el Estado popular del Séneca, reino maravilloso de uniformes y galones y plumas, y cortesías muy largas.

En mi Estado popular los médicos nunca mandarían específicos, y para que la gente se lavase, no se hablaría nunca de “higiene”, sino de religión, como hizo Mahoma, que ése conocía a su gente.

Al contrario que en Flandes, cuyo Estado se deshace por falta de Nación (a la bomba de Bruselas contestan enviando a Saint-Exupéry a tirar la suya al desierto sirio), a España se le deshace la Nación por sobra de Estado, sobrecargado de tetones que lo tienen consumido, cosa que quiere arreglar Rivera, no expulsando del Estado a los partidos como Cristo a los “botiguers” del Templo, sino ajustando nuestros tranquilos horarios católicos a los histéricos horarios calvinistas, donde más allá de las cinco de la tarde no puede haber condumio saludable ni honesto contubernio.

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