El único clásico vivo que nos queda a los españoles, Francisco Nieva, ha acabado de sacar con el patrocinio de la Academia un maravilloso cuaderno de dibujos e ingenio literario que el artista escribió y dibujó entre 1978 y 1980, cuando vivía en la Avenida de Nazaret, nº 8. Se trata de un desbocado torrente de imaginación e ingenio autónomos y no de una fantasía libre sobrevenida. Es una creación visionaria, presentada en una técnica académica consumada, que sale solo del pujo de su mano y de su alma de genio trabajador y concienzudo. Un cuaderno de factura clásica y universo postista. Nieva, que no permitió jamás que políticos de futuros promisorios le ordenasen ser optimista, ama la madurez inverosímil de los artistas niños disciplinados, y nos advierte desde un universo abigarrado, pero exquisitamente ordenado –como la precisión de su letra revela verdades indomesticables-, que la mano con un cuchillo no pertenece a la persona, sino que pertenece al cuchillo. El cuaderno se ha editado como facsímil no venal con 100 números, del que este humilde servidor posee el número 76 gracias a la amistad generosa de su autor.

    Nieva construye artefactos mitológicos, que recuerdan a centauros, hidras, minotauros, arpías, estirges, grifos, mantícoras, catoblepas, hipocampos, gárgolas, lamias o inusitadas categorías, con los que representar el alma y la función, más que el cobertor corporal, de sus cismundaros e intermundanos caracteres dramáticos, entre pavorosos y solemnes. Pero la mayor parte de los dibujos representan personajes híbridos, medio máquinas, medio humanos. Humanidad fría en máquinas con corazón rebelde e inconformista. Como en el Mundo Clásico, Nieva trata los conflictos civiles y psicológicos a través de paradigmas míticos. La función y definición explicativa de los caracteres dramáticos se hace a expensas de una construcción mecanicista, en perfecta sintonía con el surrealismo moderado con el que se escriben sus leyendas. Un surrealismo moderado que nos podría recordar a Lorca, un surrealismo que se traduce sencillamente en una hiperliteraturización. Aquí la literatura nievana solo puede llamarse surrealista en cuanto acentuación de la literatura lírica, como sublime desviación amorosa en el uso del lenguaje (Roland Barthes). Su surrealismo no se degrada en el jeroglífico críptico de algunos creadores impotentes, sino que sobre todo es literatura de alta cultura. Sus arquitecturas, entre la política urbanita de D´Annunzio y el París de Napoleón III, transgreden la ley de la gravitación universal, como paralelo físico de las transgresiones a la norma de sus moradores. Sus monumentos públicos pueden fundarse en trapos ondulantes que se mantienen con los soplidos del pueblo. Y el mobiliario que presenta, tipo chipendal, es de un alma furtiva.

      No es para nada condescendiente con su país: “Muero solo en este estúpido país que me enseñaron a amar a la fuerza, este país de envidiosos y de tímidos feroces que es España”. Criticar al propio país y a los connacionales, y sufrir por él y por ellos, es, en el fondo, la más dolorosa forma de patriotismo vivo. Y hay que recordar que ya los poetas y artistas de la Grecia clásica firmaban sus obras y poemas indicando el nombre de su patria; lo incluían en sus inscripciones dedicatorias y en las que conmemoraban sus triunfos poéticos y plásticos. Juega Nieva con la idea de tener un compañero del más allá, alma que ya vive en los intermundia, con el que escribe y dibuja este cuaderno asombroso de horror y ocurrencias divertidas. ¿Su padre, quizás? ¿Un alter ego? ¿Aquella deliciosa muchachita, Tirita sublime, que lo cuidó en su adolescencia y primera juventud?  ¿Un heterónimo anónimo(¡!)? Quizás no sólo sea un juego literario…

    Nieva no mira la realidad, o mejor, realidad sub specie aeternitatis, sino que se revela hiperestésico en cada pico de la alfombra o cobertor de la realidad, en cada tesela de la vida, sin querer contextualizarla. Porque sería indecoroso contextualizar el llanto, el pianto de San Francisco de Asís. En ese sentido – solo en ese sentido honesto – Nieva es un pesimista irremediable y cristiano.

    Este cuaderno ordenado y concienzudo, íntimo de artista, es también apasionado homenaje a los grandes genios que han facilitado el crecimiento de Francisco Nieva como artista singularísimo: Baudelaire, Grandville, Leopardi, Brummel, Alfred Jarry, Maturin, Galdós, Baroja, Zorrilla, Richard Wagner, Guillaume de Lorris y Jean de Meung, Emile Bronte, D´Annunzio, Quevedo, Víctor Hugo, Berlioz, Goya, Duque de Rivas, Azorín, Emmanuel Chabrier, Edgar Allan Poe, Balzac, Marqués de Sade…

     Este cuaderno fascinante tiene algo de ser el producto de un monje alegre y divertido sobre códice miniado, o de preso sensitivo y creador en su celda-trinchera. Apunta al alma de un niño jamás aburrido, inmerso absorto en su universo de leyes propias frente a un mundo ordinario, codicioso, cruel e inhabitable. Es el cuaderno de un alma trabajadora y activa, hiperestésica y buena.

    Las greguerías revolotean cargadas de ingrávida inteligencia, como mariposas coloristas y traviesas, por estos dibujos de magnífica sorpresa, exquisitamente confeccionados. Y aunque algunos son conceptualmente subversivos y transgresores, nunca ofenden con la estridencia de la soberbia chillona picassiana, cerro de histeria megalómana y mentulómana, sino que la maestría y la humanidad del dibujo nievano los hace siempre amables. Tiene algo de la mano de un niño superdotado este cuaderno, compañero sin duda de otros cuadernos de la infancia que nuestro genio valdepeñero tiene que tener guardados, escondidos, y con los que quizás intentase conjurar y domesticar sus sueños.

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