En España no hay democracia porque los diputados no representan al votante y no existe ni separación de poderes ni una justicia independiente.

Ya que no podemos elegir a representantes ni a parlamentarios, no tenemos libertad política, que es el requisito previo de la democracia. No hay que confundir la libertad política, que es colectiva, con los derechos individuales, como la libertad de expresión y de reunión. En España, los derechos individuales han sido otorgados por los fundadores del régimen de 1978, no han nacido de una  libertad política previa, de un proceso de libertad constituyente.

Es cierto que el otorgamiento de derechos y libertades individuales por la Ley Fundamental del Reino de 1978 supuso una mejora importante respecto al régimen anterior, pero no es menos cierto que dichos derechos adolecen de fragilidad, pues el mismo poder que los otorgó tiene la posibilidad de no respetarlos.

Observadores internacionales como Freedom House han destacado un empeoramiento paulatino de la libertad de prensa en España, donde la oligarquía de partidos tiene resortes para controlar los medios de comunicación y tomar represalias contra las voces críticas. Algo que no debe extrañar en una Nación sin representación política, con un Estado sin separación de poderes y, por lo tanto, sin control.

La clasificación de sistemas y regímenes políticos es una técnica usada frecuentemente por los autores, tanto por su utilidad expositiva como didáctica. Antonio García-Trevijano nos ha enseñado a distinguir entre sistemas políticos y regímenes de poder. Los primeros tienen formas de gobierno dignas, serias y decentes, porque están basadas en criterios verdaderos. En ellos la nación oficial se corresponde con la nación real; los cimientos del sistema declarados como tales coinciden con los que efectivamente lo sustentan, sin falacias.

Estas formas de gobierno son el parlamentarismo liberal británico, origen de la libertad política, y la democracia de Estados Unidos, que dio un paso más allá al añadir la separación de poderes. Francia es una cuasi-democracia, debido a la moción de confianza a la que debe someterse el Presidente de la República en la Asamblea Nacional para nombrar Primer Ministro y aplicar su programa de gobierno, lo que viola la separación de poderes.

¿No se preguntan los europeos por qué no tienen formas de gobierno similares a alguno de estos tres países, gigantes políticos indiscutibles del mundo occidental? ¿Es que quieren seguir siendo “enanos” siempre?

En el lado opuesto a la decencia nos encontramos con formas de gobierno que carecen de legitimidad. Sus fundamentos declarados no son los que efectivamente subyacen en ellos; la nación oficial no se corresponde con la nación real. Vemos frecuentemente estos regímenes en forma de dictaduras y oligarquías de partidos. Dejando aparte las dictaduras indisimuladas, centrémonos en las dictaduras disfrazadas y en las oligarquías, cuya maldad está reforzada por algún tipo de camuflaje. Las peores mentiras son la que parecen verdades.

Las oligarquías de partidos necesitan justificar su existencia mediante alguna falsedad. O bien declaran aplicar una forma de gobierno parlamentaria, sin serlo en la realidad, o bien inventan formas más exóticas, en la que frecuentemente utilizan la palabra democracia seguida de uno o varios adjetivos. En toda Europa continental nos encontramos con regímenes autodenominados parlamentarios que en realidad son Estados de partidos, al estar basados en el sistema electoral proporcional. La separación de poderes no suele aparecer por ninguna parte, sino una simple división personal de funciones sometidas a un poder único. Las decisiones no se toman por votación, sino por consenso entre los miembros de la oligarquía, asustando a la población mediante la mentira de que decidir por votación implicaría enfrentamientos.

¿Pero la democracia no exigía votar y aceptar lo que diga la mayoría?

Fuera de Europa vemos una amplia variedad de regímenes oligárquicos de distintos pelajes. La impostura también se basa en disfraces y falsedades, a menudo más obscenos aún que en el mundo desarrollado, para ocultar la ilegitimidad y la mentira que les soporta; de lo contrario, su incoherencia interna sería demasiado evidente y su sostenimiento se haría más difícil.

Muchos son regímenes que, bajo la piel del presidencialismo o del parlamentarismo, ocultan triquiñuelas que les permiten ser oligarquías de partidos en la práctica. El truco suele consistir en la aplicación del sistema electoral proporcional o limitaciones para ser candidato a presidente de la república, como por ejemplo la exigencia de ser preseleccionado por partidos o asambleas legislativas.

En Asia y África nos encontramos, junto a casos de ausencia de libertad política colectiva con algún derecho individual, con un fenómeno que no se suele observar en Europa: regímenes en los que el poder ni siquiera respeta los derechos individuales, pero que exhiben normas políticas compatibles con la libertad política. Este es el caso de Etiopía, autodenominada como “República Federal Democrática”. Basado en un estado federal de base étnica, el régimen actual proviene de la rebelión de una guerrilla originariamente marxista-leninista, que derrocó en 1991 a la anterior dictadura comunista de corte albanés, a raíz del derrumbamiento de la Unión Soviética. La guerrilla, posteriormente reconvertida en partido político, el Frente Democrático Revolucionario del Pueblo, aprobó la actual constitución, que declara reconocer los derechos individuales típicos y establece una república parlamentaria, donde el presidente, sin poder ejecutivo, y el primer ministro son nombrados por el parlamento. El nuevo partido en el poder se reconvirtió en una especie de socialdemocracia autoritaria, por conveniencia con los vientos políticos que soplaban tras el deshielo soviético.

El régimen electoral es el uninominal mayoritario a una sola vuelta, similar al británico. ¿Cuál es el problema aquí? Pues que no es que no exista libertad política, sino que ni siquiera se respetan los derechos individuales. El derecho a la libertad de expresión no se respeta, se detiene a opositores y periodistas. Si alguien no perteneciente al partido hegemónico o sus partidos satélites intenta presentarse a las elecciones, la junta electoral le deniega la inscripción con cualquier excusa.

En las elecciones de 2010 hubo un candidato de un partido de la oposición, la Unión para la Democracia y la Justicia, que consiguió presentarse y ganó el escaño, pero en las elecciones de 2015 el partido del gobierno y sus satélites han ganado el 100% de los votos. La oposición es muy débil y, como es habitual, está fragmentada. La situación  se agrava por el bajo nivel cultural y la pobreza de la población, dedicada en más de un 80 por ciento a la agricultura y a la ganadería, y en riesgo permanente de entrar en ciclos de sequía y hambruna. Con una población de estas características ha sido fácil para los gobiernos establecer una eficaz propaganda con el fin de que las masas se identifiquen ampliamente con el partido hegemónico, de cuya ayuda depende en muchos casos para no morir de hambre.

El régimen se ha venido a autodenominar “democracia revolucionaria”, sin duda como homenaje a sus orígenes comunistas.

Esta es una prueba palpable, de las muchas que podemos encontrar en la Historia y en el mundo actual, de que sin libertad es imposible la democracia. A los que defendemos el sistema electoral uninominal mayoritario como el único representativo del elector, nos llaman enormemente la atención casos como éste, donde existiendo una ley electoral aceptable, no existe el escalón anterior más básico, las libertades o derechos individuales.

¿Y por qué no se respetan los derechos individuales? Porque no provienen de la existencia de una situación de libertad política previa. Simplemente una dictadura ha sido sustituida por otra, o por una “dictablanda” o por una oligarquía, bien por las armas, bien por otros medios. Y al nuevo poder le ha interesado otorgar graciablemente sobre el papel unos derechos a los individuos, y que luego puede o no respetar a conveniencia.

Por ello es tan importante que el proceso constituyente de un sistema político tenga su origen en la libertad política colectiva, la única base sólida para garantizar los derechos individuales. En caso contrario, si éstos son otorgados por el poder, son susceptibles de ser retirados o violados por ése mismo poder, convirtiendo en papel mojado cualquier declaración de derechos.

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