Pedro M. González

PEDRO M. GONZÁLEZ

Hace ya cerca ya de cuatro años, en Junio de 2.011, antes de comenzar su conferencia en la Universidad Ramón Llul el anterior Presidente del Tribunal Constitucional (TC), D. Pascual Sala, admitía ante los periodistas que el Alto Tribunal presentaba ciertas “anomalías” por el retraso en la renovación de sus Magistrados a propuesta de los partidos, pero negaba que se tratara de un “órgano secuestrado” como su Vicepresidente D. Eugenio Gay manifestara tras su dimisión en grado de tentativa.

Lo que sin embargo es una anomalía es la propia existencia del órgano que el Sr. Sala presidía entonces y ahora  el Sr. Pérez de los Cobos. Es una anomalía al principio de unidad de Jurisdicción, es una anomalía a la independencia judicial y es desde luego una anomalía al principio de Separación de Poderes en que debe sustentarse todo sistema político que se reclame democrático. Una anomalía que, como matrioska, se inserta y vive dentro de la Gran Mentira de la parajusticia partitocrática.  En el presente artículo y en el siguiente se ofrecerán las soluciones tangibles que deben adoptarse con resolución para acabar con un sistema judicial que en si mismo es una anomalía.

Comenzando por lo que refiere al propio TC, que debe desaparecer inmediatamente. La inconstitucionalidad de la Ley, acto administrativo o resolución judicial debe poder ser declarada por cualquier juzgado, creándose Sección Especial en el Tribunal Supremo que resuelva en firme como última instancia por vía devolutiva de recurso. La existencia de un tribunal político elegido por los partidos supone el filtro último de su voluntad, absolutamente impresentable. Además niega el principio de unidad de jurisdicción por el que el mismo imperium estatal (fuerza ejecutiva) reside en la firmeza de las resoluciones judiciales de todos los órganos judiciales, independientemente de su jerarquía.

La desvergüenza de Sala era inigualable, ya que a la vez que echaba balones fuera apelando a la responsabilidad de los partidos, negaba si quiera la posibilidad del mandato vitalicio de Jueces y Magistrados del TC, como ocurre en la jurisdicción ordinaria, excusando que se trata de “algo más propio de la cultura judicial anglosajona que de la europea”. Claro que nada oponía a la generalización de otras instituciones, como el jurado, cuya implantación a discreción en nuestro ordenamiento es fruto de una moda televisiva exclusivamente norteamericana.

 

En algo había que darle la razón a D. Pascual, que nuestro sistema es ejemplo de la cultura judicial europea de la postguerra, que descansa en el control absoluto por los partidos del estado, justicia incluida, según resulta consagrado por la nefasta jurisprudencia del Tribunal de Bonn y el inefable Lehibholz.

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