Pedro M. González

PEDRO M. GONZÁLEZ

Lo que comenzó en el 78 con la mal llamada constitución y cuajó en el 85 con la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, se precipitó cuando Caamaño castró a la judicatura tras la desactivación de la huelga de jueces del año 2.009. Ruiz-Gallardón siguió la estela y Catalá está dispuesto a dar la puntilla. Los defensores de la independencia judicial pueden atarse los machos.

Allanado el camino para la administrativización de los registros y la politización de la instrucción penal con el visto bueno de los pseudorevolucionarios de toga y puñeta, sólo queda integrar a los jueces como técnicos de administración general del estado y ponerles coche de empresa.

Es sabido que la corrupción de las instituciones y del lenguaje corren paralelamente. De igual modo que se sigue llamando Justicia a lo que no lo es, hace tiempo que estamos acostumbrados a llamar jueces a quienes no lo son como ocurre con los Magistrados del Tribunal Constitucional, o Tribunal a órganos simplemente administrativos y sin poder jurisdiccional alguno.

 

Si ya resulta una hipérbole legal llamar Tribunales al de Cuentas, al Para la Defensa de la Competencia o a los Económico-Administrativos, cuando son simples órganos administrativos fiscalizadores de la actividad pública o privada que carecen de potestad jurisdiccional alguna, vamos camino de que los órganos dependientes del Consejo del Poder Judicial (CGPJ) sufran la misma consideración meramente nominal ante la pasividad de sus burócratas integrantes.

 

La legislación social franquista llamaba Magistratura de Trabajo al ejercicio por el sindicato vertical de la “Justicia Social”, bajo la dependencia del Ministerio de Trabajo, valedor último del Fuero de los Trabajadores. De la misma forma se llama hoy Tribunal Constitucional a la reunión de la élite leguleya de los partidos para servir de filtro de conveniencia a la legalidad vigente. Ya se sabe, de la ley a la ley.

 

La administrativización de la forma y procesos de impartir justicia es nota característica de la ausencia de independencia judicial, a causa de la natural tendencia expansiva del poder político. Sin instituciones inteligentes que delimiten claramente las esferas de actuación de los tres poderes clásicos, llamando solamente de forma coloquial o meramente dialéctica a lo que en realidad es potestad judicial (presque nulle), la tendencia centrífuga de la actuación política es inevitable.

 

La fagocitación de lo judicial por la política desemboca en su administrativización.  La orgánica de la Justicia se dirige así no a garantizar su independencia, sino a un simple problema de eficiencia en la asignación de recursos. Si por el Ministerio fuera, los jueces se sustituirían por ordenadores capaces de resolver las controversias jurídicas automáticamente.

 

 Ordenadores que claro, programaría, encendería y apagaría a su voluntad.

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