Pedro M. González

PEDRO M. GONZÁLEZ

Debería causar vergüenza a todo jurista mínimamente prudente y recto oír como la clase política utiliza la vara de atizar del estado como instrumento recaudador de votos. Al fin y al cabo se trata de algo tan importante como configurar los límites del castigo, de la intensidad y extensión del monopolio estatal de la violencia. La alegría con que se oye formular y contestar a cualquier propuesta sin un mínimo rigor técnico es escandalosa.

Si Dña. Esperanza Aguirre o el Sr. Gallardón se levantan por la mañana con una ocurrencia sobre la instauración de la “cadena perpetua revisable” (¿?) – concepto que recuerda en su ilógica interna al de “alto el fuego permanente” – el portavoz de Justicia de la bandería contraria se despacha con otra estupidez, como es su negación en base a una inexistente preponderancia del principio de rehabilitación del reo.

 

Tan contraria es la boutade de quien curiosamente se autotitula como liberal al mínimo principio de seguridad jurídica e incoherente con el de cumplimiento íntegro y efectivo de las penas, como simple, bruto y antisocial el razonamiento de quien se dice socialista, olvidando el importante componente punitivo de la condena, disuasorio, y retributivo en lo moral para la víctima. Valorando la polémica, el Consejo General de la Abogacía Española ya expresó su sorpresa ante la discusión subrayando como paradójicamente, en los países donde se ha introducido la mal llamada “cadena perpetua revisable”, el promedio de encarcelamiento por esta pena ha sido de veinte años, inferior al tope máximo vigente en nuestro país.

 

La descoordinación entre ciudadanía, legisladores, encargados de dar cumplimiento a las leyes y quienes han de aplicarlas juzgando a su conciudadanos, fruto de este sistema de irrepresentación, poderes inseparados y dependencia judicial, consigue la cuadratura del círculo: Promover la cadena perpetua y su revisión a la vez, excusando para ello la levedad de las penas privativas de libertad actuales, cuando mientras tanto articula un código penal que permite la acumulación de penas que pueden superar el milenio en situaciones de concurso delictual, pero cuyo cumplimiento depende de una legislación penitenciaria que facilita que esos mismos reos alcancen situaciones de semilibertad en menos de quince años.

Control penitenciario de privilegios, régimen de cumplimiento y progresión en grado que, no olvidemos, queda en manos de la administración estatal o autonómica y sólo cuenta con el control judicial ex post por el Juez de Vigilancia Penitenciaria de esas previas decisiones burocráticas, dictadas al fin y al cabo por la misma clase política que promueve estas “brillantes” iniciativas.

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