Pedro M. González

PEDRO M. GONZÁLEZ

 Desde la transición inacabada de 1.978 hasta nuestros días, hablar públicamente de España como hecho nacional supone o bien auténtica provocación de quien se sitúa voluntariamente fuera del sistema, o asunto incómodo por el que se suele pasar con extrema cautela, de manera superficial y rápida, siempre dentro del falso discurso de lo políticamente correcto.Tan escandaloso era decir antes de 1.978 que aquello era una dictadura nacionalista como lo es ahora decir que esto es una oligarquía de partidos apátrida. El rechazo social es idéntico. El delicado equilibrio del consenso postfranquista deconstruye la conciencia nacional al partir de un error intelectual básico, consistente en entender el hecho nacional como dependiente de la voluntad de quienes integran un estado concreto.

 La historia de la filosofía política nos muestra el perpetuo interrogante del hombre sobre los límites de la acción humana, de su libertad para modificar su propia circunstancia vital y la del medio que le rodea. Esa misma experiencia, es la que nos demuestra como existen aspectos vitales en los que el ejercicio de la facultad de libre decisión del individuo tiene una capacidad creadora o transformadora del medio (economía, ideología, costumbres sociales…) mientras que existen otras realidades sobre las que su voluntad resulta totalmente indiferente e inútil al desarrollarse por sus propias reglas.Los primeros son hechos derivados de la libre experiencia, los segundos son de mera existencia. Estos últimos son hechos objetivos, que nos vienen dados y sobre los que nuestra libre de voluntad de asumirlos nada tiene que decir sobre su propia generación, sucesión o existencia misma por mucho que libre y voluntariamente intentemos cambiarlos.

Basten dos ejemplos: Por mucho que cuatro hermanos decidan en libre votación y asamblea dejar de ser hijos de sus padres, el hecho objetivo y cierto es que no dejarán de serlo jamás porque vienen predeterminados por un hecho al margen de su voluntad como es su propia concepción que les predetermina como tales desde el nacimiento hasta la muerte.Podrán renegar de sus padres, decir que no son hijos suyos, que les han maltratado y que no merecen llamarse padres, e incluso cambiarse los nombres y apellidos que les dieron, pero aún así y con todo, siempre serán hijos de esos padres por el hecho biológico que les define como tales y que escapa de su libre voluntad. De igual manera, si pretendemos hacer mañana una excursión al campo o realizar cualquier actividad al aire libre resultaría absurdo que votáramos ahora en muy democrática asamblea que mañana hiciera un día cálido y soleado.

 A estos hechos de existencia pura no se les pregunta el por qué ni el para qué como ocurre con los hechos de la libre experiencia, sino el simplemente el cómo. Pues bien, uno de estos hechos objetivos, predeterminados y que nos llega sin preguntar es el hecho nacional. El hecho nacional de España es así, en cuanto a su existencia, independiente de la libertad de conciencia que tengamos para afirmarlo o negarlo.

 No es por tanto una unidad de destino mutuamente consensuada por ningún contrato como afirmaban José Antonio u Ortega, que aún siendo ideológicamente dispares coincidían en el voluntarismo social de la formación nacional, sino algo que nos viene dado, independientemente de nuestra voluntad. Es esa coincidencia en el origen del hecho nacional la que debe hacer no extrañarnos porque esa realidad nacional fuera tan maltratada con la dictadura sin libertades personales del pasado, como lo es ahora en la Monarquía de los partidos estatales en que se nos han otorgado todas menos la más importante, la Libertad Política.

 Ambas visiones, la franquista y la juancarlista, comparten el empeño político de identificar España con su particular forma de ordenar la sociedad como un hecho que depende de la voluntad de los españoles, en el primer caso como una unidad en el destino, en el segundo como un sugestivo pacto o proyecto de convivencia común. El hecho nacional lo es de existencia histórica y no de experiencia social propiedad de una generación, y es independiente de la existencia o inexistencia de libertades personales. En la formación de esta realidad han jugado un papel más importante la geografía, el clima y las condiciones ecológicas que la voluntad de sus moradores, por cuanto aquellas condiciones son la que han determinado precisamente su distribución desigual en el propio territorio.

 La dinámica de las naciones, su evolución, no depende de su voluntad política, sino de su capacidad de modificar las condiciones naturales de su existencia, quedando tan fuera del alcance de la libertad crear naciones como crear lenguas, fruto ambas únicamente del interactuar colectivo creador de su historia cultural. Por eso la independencia de un pueblo no es jamás fruto de su libertad política dentro de su nación, sino reflejo de su fuerza frente al exterior. Así España existirá queramos o no como el oxígeno que respiramos, haya libertad de reunión, de prensa o de sufragio o no la haya.  No se trata pues de un plebiscito continuo que determine su existencia ni de un producto contractual, sino de un concepto objetivo y predeterminado tan difícil de definir como fácil de identificar.

Ni las naciones tienen un destino histórico predeterminado ni los pueblos tienen derechos, cuya titularidad es en el orden jurídico únicamente de los individuos. El destino racial de la Alemania de Hitler, el religioso en la España de Franco y el estatal del separatismo vasco, catalán o gallego, son el mismo fruto de esa errónea interpretación del hecho nacional.

La realidad es sin embargo, menos épica, menos romántica. La nación es mero hecho de existencia colectiva en común que cada generación recibe e impone a la siguiente sin preguntar, con la familia, religión y condiciones geográficas de donde nacen. Los españoles lo son no porque estén “en España”, sino porque son “de España” como fruto de esa realidad previa del mismo modo natural que los son su flora y fauna.

 Por eso el llamado derecho de autodeterminación en los términos esgrimidos por los nacionalistas periféricos resulta un disparate intelectual a la par que una incorrección jurídica, utilizando un término preexistente del derecho internacional que nada tiene que ver con el sentido utilizado. Hablan de derecho de autodeterminación, cuando en realidad se quiere decir derecho a la secesión. Jurídicamente el Derecho a la autodeterminación es un concepto positivo muy claro definido en las normas del Derecho del Internacional Público y que como tal nace en el marco de la Sociedad de Naciones para ordenar jurídicamente los procesos de descolonización de las potencias europeas de finales del XIX.

 El ejercicio del derecho de autodeterminación exige tanto una referencia a la metrópoli o potencia colonizadora como un concreto acto colonizador perfectamente localizado en el tiempo que entra en conflicto, bien con otra potencia colonizadora, bien con la existencia de estructuras estatales previas. Por eso, al no encontrarse sometida a colonización alguna de potencia extranjera, el derecho de autodeterminación nacionalista no puede ser reclamado ante ningún tribunal de Justicia Internacional.

La situación de Argelia, del Sahara o de Mozambique, difícilmente son asimilables a las aspiraciones separatistas que aquí se dan, asentadas en sentimientos míticos en lugar de en razonamientos lógicos o jurídicos.

 Uno de los sentimientos míticos nacionalistas es el que infiere que el hecho de tener una lengua particular otorga el derecho a tener un estado propio. Y si bien es cierto que lo más original de cada nación es su lengua, no lo es menos que su evolución e historia se han encargado de no hacer de la misma signo distintivo prioritario de su identidad. Prueba de ello es que la propia nación española no se identifica nacionalmente con las comunidades de hispanohablantes de Latinoamérica, no existiendo el más mínimo vestigio de sentimiento de consideración nacional sobre aquellas que, en tanto formaron parte del estado español fueron consideradas siempre colonias a pesar de hablar la misma lengua.

 Ejemplos como el Portugal respecto a Brasil y el vasto abanico de naciones de la Commonwealth corroboran la falsa base en que el nacionalismo se asienta al acercarse a la cuestión lingüística. Por otra parte, resulta imposible objetivar los particularismos lingüísticos para asociarlos irrefutablemente a una mal llamada “lengua nacional” en la que éstos se entremezclan, nutren y evolucionan, hasta el punto de no saber si estamos ante otra lengua distinta. El caso del Aranés en Cataluña o la creación administrativa y artificial del batua fusionando el vizcaíno y el guipuzcoano son ejemplos paradigmáticos de la búsqueda de la uniformidad mítica de la lengua como elemento delimitador de la nación.

El mito nacionalista, como aspira a convertirse en Estado, precisa entrar en el juego lógico y dialéctico de la discusión sobre conceptos y categorías políticas, de no optar, naturalmente por la vía directamente criminal del terrorismo, en realidad mucho más consecuente con sus bases teóricas. Sin embargo, el nacionalismo denominado moderado o democrático, es siempre un jugador de ventaja puesto que cuando se ve acorralado por su interlocutor o se encuentra ante la incompatibilidad teórica de sus postulados con la realidad más evidente, acude al argumento sentimental como sustento último de sus posiciones y afán de estado, y frente a eso, no existe razonamiento que valga.

 Sobre sentimientos no se puede entrar a razonar. Como ocurre con el odio, el amor, el hambre o la sed, no se puede discutir con criterios de racionalidad sobre el sentirse de ésta u otra nacionalidad, por mucho que se demuestre razonadamente lo ajeno que a la realidad de ese sentimiento. El sentimiento es así, refugio último, punto seguro o “casa” donde estar a salvo de la lógica o dialéctica más elemental, donde cobijarse bajo el manto del exigible respeto a esa dignidad personal, desde la que se tiraniza a la razón. Por eso el nacionalista presenta la nación no como hecho de la existencia humana, sino con derechos subjetivos y sentimientos, como si fuera una persona, siendo muy al contrario que sólo los seres humanos son titulares de tales atributos.

 De la falsedad dialéctica que dota de derechos subjetivos a la nación, el nacionalista saca la conclusión de que si resulta indiscutible el derecho al desarrollo libre de la personalidad del individuo, por muy poco liberal que se sea, se debe colegir necesariamente también el derecho a la libre determinación de la comunidad particular a la que pertenece. Tal razonamiento, claramente polilogista, que otorga derechos subjetivos a las comunidades de personas, se encuentra sin embargo con un problema irresoluble, cual es el de la individualización de esos derechos.

 Efectivamente, mientras en el caso del individuo sujeto de derechos y deberes resulta inequívocamente identificable el titular de los mismos por su propia individualidad orgánica, los pueblos o naciones se encuentran indisolublemente unidos de forma física entremezclándose a pesar de diferencias étnicas o lingüísticas de forma que resulta imposible identificar su desarrollo diferenciado, hasta tal punto que la única forma eficaz de identificarlo es su preexistencia estatal independiente. A estos “liberalísimos” les repele el supuesto comportamiento antiliberal de quienes niegan el derecho al plebiscito regional para resolver sobre, en sus mismas palabras, “su propio futuro”, que señalan debe decidirse a través de la pacífica y libre decisión de las urnas. Sin embargo, de seguirse tal razonamiento, sería preciso cual fuera el resultado del referéndum autodeterminador, repetirlo cada quince años o menos, el tiempo de una generación, ya que no se puede denegar a futuras generaciones lo que se concede a la presente, sin que exista fuerza moral alguna que haga prevalecer jurídicamente la intención de una en concreto.

 La paradoja alcanza su expresión máxima si consideramos el resultado de tal supuesto referéndum, dado que según tal lógica perversa, si bien debería repetirse periódicamente para renovar el voto de permanencia en el Estado respecto al cual se ejercita el derecho de separación, con toda seguridad en cuanto el resultado fuera favorable a la secesión, jamás volvería a practicarse. Curioso derecho cuyo ejercicio se reitera en el tiempo sólo si el resultado no es favorable a la independencia.

 Sin embargo España, sin tener que invocar derecho alguno, es un hecho de existencia nacional con el que se encuentran inescrutablemente los que nacen y se reproducen en su territorio.

 El mito sentimental del nacionalismo, que hunde sus raíces en el romanticismo clásico, precisa de una justa causa que legitime su propia existencia, una razón de ser para perseguir su fin último, que no es sino la construcción de su propio Estado. Esa razón es indefectiblemente la situación de presión que sufren sus regiones y que las sitúa en estado de necesidad o peligro de extinción de lo propio que victimariamente les obliga a promover la separación como único modo de supervivencia.

 Sin embargo, si observamos la intensidad de la acción tanto política como directamente violenta del nacionalismo, podemos comprobar cómo precisamente su comportamiento ha sido más intenso ante situaciones de debilidad del Estado del que se pretenden separar, disminuyendo su resistencia cuando más necesaria sería su actividad, es decir cuando la dictadura persigue y reprime las más elementales manifestaciones de particularismo. El comportamiento es idéntico respecto a la represión de las libertades personales o subjetivas, constituyendo la presencia nacionalista un elemento meramente testimonial en la oposición al régimen opresor, que únicamente se manifiesta eficaz en organizaciones y formas de expresión que reflejan el verdadero hecho nacional como conciencia colectiva que sufre, e intensificando por el contrario su actividad cuando la libertad cultural es plena.

 La realidad del comportamiento nacionalista no es ninguna originalidad ni novedad, ya de antiguo Tocqueville advirtió como la tendencia hacia la cohesión regional de los grandes estados tiene uno de sus fundamentos principales en que las tiranías cercanas y locales son sentidas con mayor agobio e intensidad que la acción dirigida desde el centro gobernante. Ello nos enfrenta a la indiscutible conclusión que no son los criterios de legítima defensa o estado de necesidad los que motivan el actuar nacionalista, como invocan, sino criterios de mero oportunismo.

 Esta es una norma universal, y si en España podemos constatar como por ejemplo, la crisis del estado imperial del 68 impulsó el independentismo catalán y vasco una primera vez , o más recientemente la del estado dictatorial de 1.975 da lugar a la monarquía de las autonomías, también allende de nuestras fronteras podemos comprobar como el desmoronamiento de la URSS o la desintegración de Yugoslavia, por ejemplo, intensifican la actividad nacionalista, inapreciable cuando la fortaleza de ambas superestructuras era monolítica.

 Tan es así esto, supone tan clara irracionalidad política, que el nacionalismo subsiste y mantiene razón de su existencia sólo si no tiene éxito, ya que si llegara a triunfar consiguiendo la independencia desaparecería la razón de su existencia a no ser que transformara la causa nacionalista en imperialista para oprimir con el nuevo estado a las minorías pertenecientes a la nacionalidad antes dominante. Por eso, y en palabras de García-Trevijano, “se puede decir sin cometer una injuria que en el fondo de toda idea nacionalista está germinando ya la flor del fascismo”. La observación de estos comportamientos, de tan fácil comprobación, bastaría para poner en tela de juicio cuales son las intenciones últimas del nacionalismo, si el poder social en sus regiones o el poder político en un estado propio.

 Hemos analizado hasta ahora como la voluntad separatista de cierto número de integrantes de una realidad nacional que les preexiste es incapaz de alterar esa realidad física y objetivamente dada que es la nación. Existe sin embargo un único caso en el que la voluntad plebiscitaria puede llevar a la secesión. Es el supuesto de Estados independientes posteriormente federados a otros, y que han incluido reserva constitucional que recoja tal posibilidad de secesión. Aquí, el referéndum secesionista no cuestiona la exista nacional propia, sino el pacto federativo con otro u otros estados previamente aceptado. Es decir, no se sustancia la pertenencia a la nación, sino la continuidad o no de lazos asociativos.

 Por eso en España resulta imposible la solución federal que algunos inocentemente proponen. Porque para que exista federación tienen que existir previamente estados que federar, lo que en España no sucede ni ha sucedido jamás. Si quisiéramos construir en España un Estado Federal, primero habría que romper el estado en tantos pedazos como estados a unir luego en el pacto federativo. Lo que resulta imposible es pasar de una organización regional autonómica a un estado federal sin revestir primero de plena, absoluta e ilimitada soberanía estatal mediante la independencia de cada uno de los estados a federar. Descartada la solución federal, por incompatible con la realidad nacional española, que es única al no existir más estado que el español, fracasada la autonómica, e inasumible la centralista, y frente al antidemocrático activismo cultural y político de los nacionalismos periféricos no queda más remedio que acudir a la razón de su potencia y poder en el Estado para plantear la solución a la problemática de la cuestión territorial. Tal situación de fuerza tiene su origen en un sentimiento antiespañol propiciado por la transición, que estableció como premisa la permanencia en el poder de los servidores últimos de la dictadura, de hombres que oprimieron conscientemente lenguas, culturas y sentimientos de catalanes, vascos y gallegos y que éstos continuaban viendo como represores llevándoles a identificar directamente la conciencia nacional española con el fascismo. Se trata en primer lugar de hacer ver como éstos elementos represores fueron apoyados y mantenidos en el poder precisamente por los dirigentes del nacionalismo clandestino, que no tuvieron reparos en aceptar la situación mientras fueran invitados a los salones del poder, acreditando así únicamente su voluntad única de conquistar estado sin importar cual sea éste.

 Resulta evidente la dificultad de encontrar el cauce político democrática por donde hacer discurrir y encauzar las emociones y sentimientos generados y ya preexistentes de una auténtica realidad nacionalista que, como la propia nación, resulta innegable.

 La única alternativa democrática racional que funcionaría como elemento neutralizador e integrador de las demandas nacionalistas que acabe con el actual proceso centrifugador del estado, potenciado por el actual mecanismo constitucional que permite mantener abierto un proceso continuo de transferencias competenciales a las autonomías es el Presidencialismo. Éste asegura la unidad del Estado porque el Presidente es elegido directamente por todos los ciudadanos y porque obliga a los candidatos a incluir en sus programas las aspiraciones legítimas de los diferentes pueblos. La aplicación del sistema presidencialista a los municipios, los constituirá en auténticos poderes locales que permitiría su descentralización del Estado y la eliminación de las oligarquías políticas regionales generadas por el Estado de las Autonomías.

 Si el Presidencialismo garantiza la representación de los intereses regionales ante el ejecutivo sin dar lugar a la desintegración de la unidad del estado, su presencia en el legislativo sólo encuentra efectivo equilibrio representativo a través del establecimiento del sistema mayoritario por distrito electoral uninominal de los parlamentarios en el que la votación otorga una situación de igualdad a todos los ciudadanos independientemente de la localidad o provincia donde se hallen o de la adscripción del candidato a un partido de implantación estatal o solamente regional.

 En definitiva, la cuestión nacional de España es indisoluble a la solución de la crisis de este estado de partidos, autonomías y poderes inseparados y no quedará resuelta hasta que no tenga lugar la transformación democrática del Estado.

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