rafael martin rivera RAFAEL MARTÍN RIVERA

Que soy yo, y otros como yo, los que erramos en nuestros incendiarios diagnósticos nacionales. Siento verdadera admiración por quienes disfrutan de la alegría institucional cotidiana que se muestra impertinente en los «papeles», y que con afectación califican de normalidad democrática –aunque desconozco qué significa tal cosa–; por quienes rezuman sentimientos de fraternidad hacia las infidelidades y deslealtades de nuestro pueblo, y los disparates de sus gobernantes; por quienes se echan a la calle alborozados con banderas y vítores, engalanando calles y balcones, por la sucesión a la Corona, una boda o la celebración de unas elecciones, y todo ello con el mismo entusiasmo de unos chavales al abandonar las aulas al inicio de las vacaciones; y por los que vibran con una manifestación popular en bicicleta, una marcha por la vida, por la familia o contra el terrorismo, en la firme convicción de que su demostración habrá de cambiar los designios legislativos que marca una minoritaria progresía; así también, por esos que hablan con fe ciega de soberanía nacional y respeto democrático ante los desmanes de unos y de otros; y, en fin, por quienes alaban las andanzas de los que presidieron la Transición, afirmando convencidos que trajeron desinteresadamente una libertad y una prosperidad a España nunca antes vistas…

Tengo pues auténtica fruición en ver satisfechos a mis compatriotas por vivir en un país que elogian por ser moderno, serio, desarrollado y culto, pese o gracias a los premios Goya y el cine de Almodóvar, los porros que se fumaba Felipe González y el «botellón» inaugurado por el «Tiernismo», y donde una recurrida Constitución que pocos respetan, unos prometen, otros juran y otros no saben o no contestan, es el mayor logro de nuestra historia, incluidos esos «carchutos» jurídicos cuales son el «derecho a la autonomía de las nacionalidades», «la función social de la propiedad privada y la herencia» o «la libertad de empresa de acuerdo con las exigencias de la planificación».

Pero, sí, en un ataque de inusual optimismo –poco corriente en mí–, me voy a dejar embargar por la emoción de querer creer que la visión negativa que algunos –por ventura para los demás, los menos– poseemos de nuestro país, de nuestra nación y de quienes la habitan, de nuestras instituciones y gobernantes, de nosotros mismos y de nuestros semejantes, de nuestras costumbres y hábitos, de nuestras quimeras y utopías, de nuestra historia reciente, no es sino fruto de un efecto borroso y engañoso que a nuestras pupilas se muestra como un velo atornasolado y confuso que haya de impedirnos observar una más bella realidad.

Es terrible que algunos no hayamos de ver, tal y como dicen los optimistas nacionales de la marca España o del talante, de la Transición y de la normalidad democrática, el vaso medio lleno o medio vacío, sino que apenas seamos capaces de advertir siquiera que haya un vaso… Y quiero creer que en nosotros está cambiar las cosas; no resistirnos a la evidencia de las bondades que ofrece este paisanaje en lo económico, en lo político, en lo cultural y en lo que se haya de terciar; y, echarle fe y alegría; pues, quiero creer que son nuestros lamentos agoreros, nuestro errado empeño en buscar la verdad en la historia anterior y reciente, y ese enfermizo deseo de ser fieles a la decencia y a la sinceridad, los que perjudican la buena marcha que de por sí tienen las cosas del país, en ese fluir constante, suave y sin estridencias que nosotros –los «tristes»– nos empeñamos en no divisar.

Es así pues que, haciendo examen de «inconsciencia», enmendando la plana del denominado «realismo informado» y, eso sí, de muy mala gana –habré, al menos en esto, de ser sincero–, me propongo aquí cambiar de actitud e intentar transmitir a quienes como yo, sólo vemos nubes y tormentas donde debo creer que hay un sol resplandeciente sobre un cielo azul inmaculado, y que por las noches, la oscuridad se tornará azulada por la luz de los luceros y una luna siempre clara.

Me propongo, en fin, en este lance, desaprender la verdad para asumir verdades, renegar de la libertad para defender libertades, y ahuyentar a la justicia para proclamar derechos; balar pezuña con pezuña, desasirme de Huxley y de Orwell, y sumergirme en esa mayoría encantadora de este Brave New World que goza con el «soma» y el «cine sensible», y se somete gustosa a los cantos de los Ministerios del Amor y de la Verdad…

Para entrar en faena, debo creer que algunas de las mentes más brillantes, que ha arrojado esta tierra, no eran tales, por estar profundamente equivocadas; y eso va por Ortega, Maeztu, Unamuno, Baroja y tantos otros preocupados infundadamente por el devenir de este país. ¡Unos tristes!, como dicen las hordas progresistas de estos tiempos.

Debo creer, igualmente, que la monarquía en España ha respondido y responde al bien nacional, su soberanía e integridad, y que quienes portaron la Corona o la anhelaron, siempre actuaron por «España, siempre por España», y no por la perpetuación de unos derechos dinásticos.

De la misma manera, quiero creer que nunca la monarquía albergó el caciquismo ni el clientelismo, y que Joaquín Costa y su «cirujano de hierro» no eran más que unos exaltados.

También debo creer que la I y la II República fueron los bienintencionados proyectos de unos reformistas liberales que buscaban el bien y el progreso para España, y no medrar ni satisfacer sus intereses personales.

Debo creer que el general Franco se levantó contra la legalidad y el orden –no contra la ilegalidad y el desorden–, implantó un régimen tiránico –no un Estado de Derecho–, destruyó la bonanza y la prosperidad económicas que se vivían con la II República, y que España y los españoles le traían sin cuidado.

Debo creer que fueron cientos de miles, en verdad, los españoles que corrieron delante de los «grises», y que los que se atribuyen el título de perennes opositores al «Régimen» no mienten ni mintieron.

Quiero creer que la Transición fue fruto del consenso entre todos los españoles, y que quienes la gestaron, participaron y construyeron sólo buscaban la democracia y la libertad para España sin oportunismos ni revanchismos; sin rencor y sin ira.

Debo creer que Adolfo Suárez logró la recuperación económica de España y la paz social.

Quiero creer que el 23-F fue una locura urdida por un par de Generales que iban por libre, y un Teniente Coronel enloquecido.

Debo creer que Felipe González, Guerra, Rubalcaba y acólitos, fueron honorables hombres de Estado.

Quiero creer que los políticos y gobernantes de nuestra historia reciente han tenido como único empeño el servicio al país, el amor a España y la generosidad con el pueblo español.

Debo creer que Zapatero era un genio incomprendido.

Debo creer que el Partido Popular es liberal en economía y conservador en política.

Quiero creer que el PSOE algún día dejará de levantar el puño y de cantar la Internacional.

Quiero creer que somos un país moderno, avanzado y civilizado, donde la educación y el respeto a los demás presiden siempre cada uno de nuestros actos.

Quiero creer que somos un pueblo generoso con el éxito del prójimo, que aspira a lo superior y a la virtud.

Quiero creer que amamos y conservamos con denuedo nuestro patrimonio histórico y cultural, y nuestras hermosas tierras, costas y paisajes.

Quizás sea mucho creer, pero deberé creer que hay esperanza en España, pues algo de desconcierto se cierne sobre mí al descubrir que mi vecino, que celebra el 14 de abril cada año al ritmo del «Bella Ciao», haya izado la enseña nacional en su jardín y no la «tricolor»; acaso sea por la entronización de Felipe VI o por las «alegrías» de la Selección española… O no. Pero quiero creer que no es otro caso más de incongruencia y locura nacionales.

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