Martín Miguel Rubio

MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN

Finlandia, la primera potencia educativa, ha introducido el latín en su sistema escolar. Y su gobierno, durante su semestre de presidencia de la Unión Europea, exponía las grandes noticias semanales sobre Europa en latín ( y en este periódico digital ansoniano me levantan los artículos que escribo en latín: los no ansonianos tampoco me dejarían escribir en español, claro ). Hasta el siglo de Luis XIV ( la paz de Westfalia está redactada en latín ) todos los grandes escritores y científicos europeos eran bilingüies; escribían en latín y en su respectiva lengua nacional: Petrarca, Boccaccio, Dante, Bembo, Poliziano, Sannazaro, Ludovico, Ariosto, Torquato Tasso, Juan Luis Vives, Garcilaso de la Vega, Camôes, Fray Luis de León, Muret, Dorat, Góngora, Tomás Moro, John Barclay, Gnapheus, Brecht, Hugo Grocio, Daniel Heinsius, Justus Scaliger, Iustus Lipsius, Helius Eobanus, Jakob Balde, Lessing, Leibniz, Ludvig Holberg, Bernardus Zamagna, Du Bellay, Copérnico, Kepler, Galileo, Isaac Newton, etc., etc., etc. Y se seguiría escribiendo en latín después de Luis XIV: Friedrich Gauss, Leonhard Euler, Linneo, Luigi Galvani, etc. Pero el nacionalismo de los grandes estados o reinos fueron arrinconando la lengua universal, Regina omnium linguarum, a favor de “la lengua nacional”. De hecho, la literatura latina parece haber tenido mayor importancia para las pequeñas naciones, cuyas lenguas, poco conocidas, apenas tenían repercusión en el extranjero y que, por tanto, se veían forzadas a emplear el latín como herramientas de comunicación. De esa manera floreció en Polonia, Bohemia y Hungría una literatura latina internacional de gran valor; también Dinamarca, Noruega, Islandia y Suecia, con la reina Cristina a la cabeza, asesina de los amantes que la dejaban, se unieron a un humanismo latino que llegaría hasta el siglo XIX. Pero fue en los Países Bajos en donde la literatura latina cosecharía sus mayores triunfos.

Todos los géneros y subgéneros de la gran novela del siglo XIX están ya presentes en las novelas escritas en latín durante los siglos XVI, XVII y XVIII. En primer lugar, la novela de ciencia-ficción Nicolai Klimii Iter subterraneum ( El viaje subterráneo de Niels Klim ) del danés Ludwig Holberg, muy superior según los críticos de literatura más expertos a los Viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. El poema didáctico-futurista Navis aeria ( El Barco volador ), del croata Bernardus Zamagna SJ, anticipó la novelería pseudocientífica de Julio Verne, desarrollando la idea de los globos aerostáticos que construirá Montgolfière.

Últimamente han caído en mis manos algunas piezas de teatro de los siglos XVI y XVII ( en latín, que fuesen publicados hace cuarenta años por la Teubner ), escritas por los jesuitas bávaros o que vivían en Baviera, entre los que destaca Jakob Balde, que imitando las obras de teatro de los protestantes trataban también de la salvación de los prójimos (“salus proximorum”). Y expongo esto porque lo que cuentan estas obras escritas en latín, algunas con un aparato escénico que comprometían a media ciudad de Munich, contienen elementos mucho más desaforados que lo que aún tienen las obras de Francisco Nieva o de Fernando Arrabal ( cochineras bajo las camas, etc. ). Esto es, cierto teatro posmoderno y postista, y sus continuas transgresiones de lógica social están en el alma del buen teatro de siempre. Lástima que estas obras ( más de 20.000 dramas escribieron los jesuitas durante esta época de apenas cien años ) estén escritas en un perfecto latín, y la barbarie actual las haga irrepresentables. Las obras teatrales se presentaban de manera regular, al menos dos veces al año en todos los Colegios de Jesuitas: al inicio del curso ( in renovatione studiorum ) y en la época de carnaval ( Bacchanalibus); además solían representarse obras en ciertas fiestas señaladas y ante sucesos felices relacionados con la corte del príncipe local. Aunque en apariencia su objetivo era el rechazo de los malos comportamientos ( detestatio malorum morum ) para conducir hacia un mayor esfuerzo por la virtud y una imitación de los santos ( ad studium maius virtutum, ad imitationem Sanctorum ), a menudo el amor mundi estaba presentado, con una lascivia léxica e imaginería y phantasíai, más excitante que el amor Dei. El realismo con el que se nos presenta la “sensualitas sive caro” tenía que perturbar sin duda las mentes de los jóvenes jesuitas, nunca del todo despiertos de ebriedad sexual. Un tal Livinus Brechtus – más excitante que su sádico tocayo moderno augsburgués – nos presenta una tragoedia en que un joven llamado Eripus acaba sucumbiendo a Venus, terminando la obra en un quinto acto, que es un auténtico aquelarre de brujas y demonios que parece estar pidiendo a voces un acompañamiento de Berlioz: Exultet Orcus et Chaos!, canta un coro de diablesas. Aunque esta obras son catequesis, tras las cuales se convertían muchos protestantes ( por hacer una analogía, sería como si en la década de 1950, los espectadores de El Señor Puntila y su criado Matti, de Brecht, se hubiesen inscrito masivamente en los cursos de formación del Partido Comunista), a menudo es una catequesis tórrida que llena de atractivos el mal y el mundo.  Quizás la reservatio mentalis de los Padres Jesuitas podría explicarlo. Es así que la postmodernidad no podría ser explicada sólo por sus atrevimientos argumentales, y el postismo, por sus esfuerzos en el enaltecimiento verbal de las creaciones, sino que sería casi una vuelta a los años inmediatamente anteriores al Siglo de Luis XIV, y también al propio Siglo del Luis XIV, uno de los cuatro momentos que según Voltaire merecieron vivirse y en el que la especie humana estuvo justificada.

El más relevante de los poetas bilingües de Francia, Du Bellay, comparaba sus poemas franceses con hijos concebidos dentro del matrimonio, por deber marital, sus “carmina Latina”, sin embargo, eran fruto del amor libre: “Sic igitur, dices, praefertur adultera nuptae?”.

Hasta el primer cuarto del siglo XIX – como quien dice, hasta hace dos días, si uno mira la Historia de la Educación en Europa -, el latín fue la lengua de la ciencia, consagrada por la tradición y considerada un medio de comunicación muy útil entre los sabios del mundo entero. En latín, aunque con cierta torpeza, escribió Copérnico De Revolutionibus Orbium Caelestium ( 1543 ), que fundamenta nuestra visión contemporánea de un universo heliocéntrico. También en latín, aunque con una sólida base humanista, corrigió Johannes Kepler este modelo con su Astronomia nova y su Harmonice Mundi. Galileo Galilei, otro respetable estilista latino, nos transmitió en Sidereus Nuncius aquello que había visto gracias a su telescopio, alterando por completo la cosmovisión tradicional. Isaac Newton coronó los descubrimientos astronómicos – aunque también físicos y matemáticos – de la modernidad con su Philosophia Naturalis Principia Mathematica (1687), donde la vieja noción latina de “gravitas” se transformó en la moderna “gravitación” que domina el cosmos. Carl Friedrich Gauss escribió en 1809 Theoria Motus Corporum Caelestium, y su decisiva obra para las matemáticas, Disquisitiones Arithmeticae. Medio siglo antes, otro célebre matemático, Leonhard Euler, había escrito en latín su fundamental tratado Introductio in Analysin Infinitorum, 1748. El biólogo sueco Carolus Linnaeus produciría la obra más exitosa e influyente de la ciencia en latín: el método que desarrolló en su Systema naturae (1735) para clasificar las plantas y animales de acuerdo con su género y especie en latín. Todavía sigue utilizándose en la actualidad y sirve como base para nombrar a cualquier ser vivo descubierto por la ciencia. La exposición que Luigi Galvani hizo de la fisiología eléctrica en su célebre escrito De Viribus Electritatis Artificialis in Motu Musculari (1791) es un vivo ejemplo de la transparencia y claridad al que puede llegar el latín en la lengua de la Ciencia. El padre de la embriología moderna, Karl Ernst von Baer, escribió en latín en 1827 su obra fundamental, De Ovi Mammalium et Hominis Genesi. Pensadores y políticos posteriores, como el sociólogo Émile Durkheim o el socialista Jean Jaurès, seguirán escribiendo en latín sus obras. Tanto el Imperio Británico como el Imperio Alemán, durante todo el siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial, fundamentarán sus respectivos sistemas educativos en el estudio de las lenguas clásicas. Es por ello que cuando leemos los textos en latín escritos por Carlos Marx a la edad de dieciséis años, alumno del Collège de Trèves, en Tréveris, elaborados con una elegancia sintáctica y tonémica de la que no serían hoy capaces los profesores de Univesidad que enseñan latín, no nos debería extrañar en absoluto, puesto que aquella Alemania – lo mismo que Gran Bretaña – gozaban de una exquisita educación clásica enmarcada en el soberbio programa de “studia humanitatis”. La noble sencillez y la tranquila grandeza que transpira el latín configuraban la mente de los eruditos más refinados. “Ten por seguro – decía el exquisito filósofo y latinista Schopenhauer – que aunque acabases olvidando el griego y el latín, seguirías conservando sus beneficios”.

Está clarísimo que Europa seguirá avanzando inexorablemente hacia la barbarie si no recuperamos el latín en la enseñanza, como ya lo hace Finlandia y los países centroeuropeos. Por ello celebramos también la LOMCE, que es la primera Ley de Educación en cincuenta años que no sólo no suprime horas de Latín, sino que lo considera troncal en el Bachillerato de Humanidades. Mi admirado, querido y siempre recordado amigo Agustín García Clavo, el más grande gramático español de los últimos ochenta años – y por ello mismo no académico – me decía que el único progresismo educativo que había en España era el de recortar horas de latín, y me consolaba diciendo que no lo eliminarían jamás del todo, porque entonces no tendrían coartada para ser progresistas las siguientes generaciones.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí