Pedro M. González

PEDRO M. GONZÁLEZ

La existencia de una Justicia separada en origen tanto orgánica como económicamente del Legislativo y del Ejecutivo garantiza su independencia en el ejercicio de sus funciones, impidiendo la natural tendencia a la concentración de los poderes del estado y la nación. Pero aún más, sin tal separación en origen, los Juzgados y Tribunales no sólo se verán agredidos en el normal desempeño de su labor por la acción directa del Parlamento y del Gobierno, sino de la clase política en general a través de los medios de comunicación o actuación de plataformas amparadas o subvencionadas por la misma. Llegando al extremo, la separación de poderes en origen reduce a la insignificancia las puntuales injerencias demagógicas del electorado que elige a sus legisladores y gobernantes, al constituirse el Órgano de Gobierno de los Jueces por un cuerpo electoral separado conformado por todos los operadores jurídicos.

Sin esa separación de poderes en origen, no existe constitución por mucho que formalmente así se nombre a una norma consensuada entre distintas corrientes políticas. Y sin constitución resulta absurdo hablar de Tribunal Constitucional  (TC) alguno que defina la legalidad de la norma en última instancia. Tan siquiera puede hablarse de debilidad institucional, pues la existencia de institución presupone una atribución estatal de permanencia inviolable para el ejercicio de la función ajena a cambalaches o sinecuras de conveniencia política, no debiendo extrañar el cuestionamiento partidista de la legitimidad del órgano por la permanencia prorrogada de sus miembros ante la falta del anhelado consenso.

Que nadie se engañe, la presiones sufridas por el TC para influir en el sentido de su fallo en relación con el estatuto catalán, ilegalización de partidos o imposibles leyes penales discriminatorias por razón de género existen por la propia inconsistencia de su ser. Y se ejerce por quien presiona porque sabe de su capacidad de influencia. Es lo que tiene configurar un filtro último de legalidad conformado en su composición por criterios de reparto político. Pretender ahora que se resuelva conforme a Derecho, cuando nunca ha sido esa la intención del sujeto constituyente (los partidos), es de una necedad insondable.

En pura lógica, la legitimidad de la decisión se hace depender no de la autorictas estatal de una institución del Estado, sino del criterio de idoneidad de quienes hayan de decidir conforme a las instrucciones dadas por quien determinó su elección y atribución de la potestad para resolver. Recusar a sus miembros es absurdo cuando tal repulsión no puede ser sino ad integrum del órgano decisorio como tal y del régimen que lo establece.

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