Rafael Martin Rivera

RAFAEL MARTÍN RIVERA

Muchas son las sandeces que se vienen diciendo en las últimas semanas sobre la importancia de las elecciones al Parlamento Europeo, o sobre lo que España y los españoles se juegan en estas elecciones, como si hubiera una relación directa entre la «inestimable labor» de los señores eurodiputados desde sus poltronas de Bruselas y Estrasburgo y las decisiones que hayan de tomarse a nivel nacional en materia de política económica, fiscal o presupuestaria, social o de otra naturaleza.

Oyendo a esos privilegiados cabezas de lista y candidatos a cobrar los ansiados emolumentos europeos, y a esos otros tantos capitostes, entre propios y extraños, espontáneos y asalariados, de la política y la economía de este nuestro tomillar hispánico, cualquiera diría que mañana habríamos de ver en La Moncloa –sí, bien digo en La Moncloa; no me he hecho ningún lío– a la Sra. «Valencio» (merecidísimo alias por su ya conocida frase sobre «lo mal que lo están pasando los pobres “ucranios”», y que tomo prestado a mi buen amigo Rubén Manso), diseñando la política exterior de este país, poniendo patas arriba la Sanidad y la Educación, o promoviendo un nuevo proyecto de ley del aborto más «progresista». Otro tanto cabría decir del Sr. Cañete que, un día sí y otro también, aparece disfrazado de agricultor, pilotando un tractor o una cosechadora, y esforzándose en hacernos creer que, como ganen estas elecciones los socialistas, España se va a la ruina, no podremos cultivar ni un calabacín y tendremos que darnos duchas frías para ahorrar energía. Su sucesora en el Ministerio de Agricultura no ha podido decirlo más claro, ni más torpemente: «Les dejamos el Titanic (a los socialistas), y nos devolvieron una patera». Desafortunada frase que quiere dejar entrever que si gana la Sra. Valencio y su lista, España volverá al despilfarro público y a la crisis. (Digo yo que querría decir eso, pues la metáfora del Titanic es como para confundir a cualquiera, antes y después de hundirse).

Confusión sin igual pues, que trasladada al ciudadano medio, ya no sabe de qué va esto de las elecciones europeas, y empieza a tomarse en serio a unos candidatos que parecen habrán de guiar los designios de la política de este país y del resto de Europa en un devenir altamente oscuro. Alarma nada justificada, pues los susodichos comicios pueden tener tanta repercusión para la política nacional y europea como renovar la junta de gobierno de una comunidad de vecinos o del casino en Pedregal de las Altas Torres, si lo hubiera y existiera tal localidad.

Esos 766 eurodiputados que padecemos del más diverso pelaje y procedencia –de los que sólo 50 son españoles, y de los que, probablemente, ustedes conozcan a uno o a ninguno, no obstante pagar sus sueldos, y de otros apenas sean capaces siquiera de pronunciar sus apellidos–, se reúnen de vez en cuando para emitir dictámenes y participar en ese complejo sistema legislativo –ajeno también a la mayoría de los españoles– que «administran» oportunamente la Comisión y el Consejo, por mor de ser los verdaderos cuerpos legislativos de la UE, antes y después de Lisboa (háblese del Tratado, no de la final de la Champions).

Puede afirmarse así, sin el más mínimo riesgo a errar en lo que hubiera de parecer una sorprendente exageración, que la Unión Europea podría seguir funcionando «perfectamente» con o sin Parlamento Europeo, como de hecho viene haciéndolo desde sus inicios; es decir, regulando desde la fecha de caducidad de los yogures al tamaño del código de barras del los productos del supermercado, no sin dejar de tirar el dinero de los fondos europeos en chorradas que tampoco los españoles llegarán a conocer nunca. Y eso es así, gane quien gane las próximas elecciones. No se engañen: ni control presupuestario, ni iniciativa legislativa, ni control sobre las políticas de la Comisión y sus miembros, ni mucho menos sobre las decisiones del Consejo y los suyos. Tal, sería un suicidio político para los gobiernos de los Estados miembros o la propia negación de sus «políticas» internas que se dirimen en los Consejos europeos y en los Consejos de ministros de la UE. El Parlamento no es más que un mastodóntico cementerio de burócratas locales con muy poca capacidad decisoria, al margen del ruido «legitimador» que, de tanto en tanto, puedan hacer los medios sobre cuestiones sociales de muy escasa relevancia. Vayan si no, y echen un ligero vistazo sobre los grupos políticos y listados de eurodiputados, sus actividades y trabajos: les resultarán no extraños, sino remotos.

Sin embargo, nos vienen machacando insistentemente con mensajes sobre la defensa de los intereses españoles en el seno de la política europea, como si estuviéramos eligiendo directamente a los 28 miembros de la Comisión –que casi nadie conoce, salvo por las ocasionales y disparatadas aserciones del Sr. Almunia o la Sra. Ashton– o aún, pese a ser imposible, del Consejo, por ser estos los ministros que todos conocemos y sobrellevamos desde hace dos años y medio, con nuestros más y nuestros menos de lunes a viernes.

El nombramiento de los futuros comisarios es otro magnífico engaño que quiere trasladarse a los electores, con cierto afán de legitimación democrática de este colegio de funcionarios. Oyendo a unos y a otros, parece entenderse que de lo que salga de estas elecciones al Parlamento Europeo dependerá la composición de la Comisión. Por si hubiera lugar a dudas, la Sra. Merkel, que no se anda con tonterías, ya ha dicho que se llegará a un gran acuerdo sobre los futuros miembros. Y eso es tanto como decir, que pese al lío de las urnas, las pancartas, los programas y los candidatos al Parlamento, la cosa anda ya más o menos pensada sobre quiénes serán los próximos comisarios. Algo por lo demás acostumbrado y natural desde que la Unión Europea existe, siendo los gobiernos de los países miembros, presentes en el Consejo Europeo, quienes realmente habrán de designar a uno u otro comisario.

Mas tampoco la elección de los comisarios garantizaría cosa alguna para la defensa de los intereses de España en la UE, pues no hay más que ver cómo el siempre levantisco Sr. Almunia, cada dos por tres, en un ataque de imparcialidad «proeuropeísta» de esos que le dan, pone a España a parir con cierta fruición.

Así las cosas, aquí los únicos que algo han de jugarse el próximo día 25, son los partidos políticos con sus listas, y sus ínclitos candidatos, todos en pos de unos sustanciosos ingresos a costa del contribuyente nacional y hoy alegremente europeo. Ni va a empeorar el cultivo del calabacín ni mejorará el déficit ni bajarán los impuestos ni las políticas sociales serán más «progresistas».

Hagan pues lo que quieran el domingo 25: voten a los de siempre o a los sobrevenidos, decoren ufanamente su voto con alguna consigna de descontento, absténganse o declárense medio pensionistas; sus vidas seguirán siendo iguales el lunes 26, y hasta las próximas «Generales».

 

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