Después de haber puesto en escena semanal, durante los veinte primeros meses de este periódico, el contexto sentimental de la Transición a la luz de las pasiones que la sostienen, ahora, en esta nueva serie de artículos sobre los presupuestos culturales de toda sociedad, estoy tratando de reconstruir el contexto de la mentalidad colectiva donde triunfó la Reforma y fracasó la Ruptura.

Martín-Miguel Rubio, en su acertado artículo sobre «La Transición de Polibio» (LA RAZÓN, 4/11/2000), ha definido bien cuál es mi actual propósito. Pues lo que trato de hacer aquí es, precisamente, la historia pragmática de la Transición, revelando hechos silenciados y valores inconfesados, contra las historias legendarias y apologéticas que pretenden justificarla con mitos ilusos y falsos argumentos morales.

Toda reconstrucción histórica, sea de una novedad política o de un hallazgo científico, es una empresa de justificación de una teoría. Sin embargo, existe una diferencia sustancial entre lo que sucede con los descubrimientos de la ciencia natural -donde los factores psicológicos y sociales pueden ser explicativos de los inventos, pero en modo alguno justificativos de su validez normativa-, y lo que ocurre en las innovaciones políticas, donde la génesis de la novedad constitucional sigue siendo determinante de la validez moral o legitimidad de la teoría vigente.

El postulado de correspondencia entre lo experimentado y lo que de ello se relata, puede ser verificado en la ciencia porque, a pesar de que el contexto de justificación, donde opera la mente del historiador o del epistemólogo, es diferente del contexto de descubrimiento, donde nació la teoría, ésta se puede reconstruir lógicamente.

Pero este método de justificación de teorías no es aplicable a la historia de las costumbres ni a las invenciones políticas. Pues en la acción humana, los hechos son refractarios a la posibilidad de su reconstrucción por medio de la lógica. Lo cual no significa que todos los aspectos de la historia política sean injustificables por la razón, pero sí quiere decir que la justificación racional, lo justificable, se reduce en ella a los razonamientos morales derivados de los nudos hechos. Por eso el historiador ha de enfrentarse a los dos clásicos adversarios de la verdad con distintas armas.

Para refutar las mentiras del poder sobre los hechos que lo elevaron al Estado, consagradas por la propaganda de los medios de comunicación, el historiador sólo puede esgrimir los hechos verdaderos que las contradicen. Sin acudir a valores racionales o culturales que impliquen ideas de «deber», para no incurrir en lo que se llama «falacia naturalista», que explicaré en próximo artículo.

En cambio, para refutar las «falacias formales» en los razonamientos que justifican el sistema, el historiador tiene que emplear, como cualquier otro ciudadano inteligente y honesto, la consistencia de la lógica y las sugestiones invencibles de las evidencias morales.

A causa de la represión política de la difusión de la verdad y del carácter mitológico y demagógico de las mentiras, éstas son más difíciles de destruir que las falacias. Por eso, aunque tenga autoridad para denunciar las mentiras, por mi condición de autor de la acción política que se opuso a la Reforma en el inicio de la Transición, estoy desvelando la verdad de este hecho histórico poco a poco, a medida que destruyo cada falacia argumental, y no a la manera sistemática del historiador profesional.

De este modo puedo ir amparando la credibilidad histórica de mis descripciones fácticas, en la falta de credibilidad de los hechos causantes de las falacias argumentales del discurso oficial.

En la historia política sólo es justificable lo razonable, es decir, lo que es susceptible de ser sometido al juicio de la razón. Verdaderos o falsos, los hechos no son cuestionables por la razón lógica.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 26 de febrero de 2001.

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