Pedro M. González

PEDRO M. GONZÁLEZ

La construcción teórica que García-Trevijano cierra con su “Teoría Pura de la República” está destinada a ser acreedora intelectual de todo el que se reclame demócrata y del que, como único medio posible de alcanzar la Democracia se haga llamar con coherencia republicano.  Si ya conceptuar sustantivamente  por primera vez lo que la República significa como acción humana para alcanzar la Libertad Política supone un hito en la historia del pensamiento político, en el ámbito del diseño institucional y papel de la Justicia en el engranaje estatal la precisión terminológica de este tratado destierra cualquier posibilidad de confusión a la hora de definir las instituciones judiciales y su rol como imprescindible contrapeso de los poderes estatales.

Efectivamente, por si no fuera suficiente con definir por primera vez la República por lo que es y no por lo que no es, la construcción institucional de la arquitectura jurisdiccional que aborda Trevijano pone a las claras con originalidad terminológica la creación ex novo de los mecanismos necesarios para que la Justicia se constituya por primera vez en España como auténtico contrapeso de la tendencia natural del poder político a remover los límites que el Derecho pone a su actuación, evitando sus más perniciosos efectos como son la corrupción y el totalitarismo. Esa novedad, esa originalidad, se marca con una precisión conceptual que nada casualmente difiere de la actualmente empleada dejando así clara la imposibilidad de la simple reforma de instituciones enemigas de la libertad colectiva con las que solo cabe la ruptura mediante su sustitución por otras nuevas.

Por ejemplo, la definición del Consejo de Justicia por oposición al actual Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), separado en origen de los poderes del estado, con presupuesto propio y elegido por un cuerpo electoral técnico es buena muestra de ello. No podría nunca hablarse de una reforma del actual CGPJ porque su origen y finalidad institucional es únicamente coherente con el principio de poder monolítico sólo dividido funcionalmente característico de este estado de partidos coronado. Esa misma precisión terminológica es la que lleva a definir como potestad y autoridad judicial y no como poder a la profesión judicial, de tal manera que así hábilmente permite reservar la definición de “poder estatal” al que la potencia de la Nación representada concede a la Asamblea (Consejo de Legislación) como poder legislativo, y al que la potencia ejecutiva del estado cede al Consejo de Gobierno, como poder ejecutivo.

En palabras del propio autor: “Cuando las palabras no designan con exactitud las cosas reales que se refieren, cuando hay un conflicto semántico entre lo designante y lo designado, el significante y el significado, la realidad del lenguaje sustituye y suplanta a la realidad de la materia expresada”.

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