Las historias de la transición están llenas de silencios sobre hechos y situaciones, perfectamente descriptibles, cuya difusión perturbaría la idea de que el cambio político ha consistido en el paso premeditado de la Monarquía dictatorial a la democrática. Sería mucho pedir a los historiadores que explicaran las causas particulares de esa voluntad libertadora en conspicuos hombres de la dictadura, y las de esa repentina conversión a la Reforma en partidos que, duraderamente, habían puesto su fe en la Ruptura democrática.

Se les podría exigir que describieran esos fenómenos insólitos. Pero ellos los consideran indescriptibles, en tanto que procesos psíquicos de naturaleza tan inefable como la de las experiencias místicas. Antes que entrar en ese campo, sugeridor de traiciones, perjurios y deslealtades en ambos bandos, los historiadores prefieren que siga cundiendo la espiritual idea del milagro español. En la epifanía de 1977, los Saulos gentiles se convirtieron en Pablos católicos al caer a la realidad del poder, desarzonados de caballos ideológicos que se espantaron del grito popular de libertad. En verdad, esto es indescriptible.

El triunfo ideológico de la historia oficial de la Transición ha sido posible porque los hábitos, de cuarenta años de sustitución de la cultura por la propaganda, terminaron por borrar del idioma las diferencias semánticas que distinguen y separa, en el relato histórico, las actuaciones lingüísticas requeridas para su debida narración, descripción, definición, explicación y justificación. No se trata aquí de la ingenua incultura de las masas dominadas, sino de la sofisticada ignorancia de las clases intelectuales y editoras que crean la opinión dominante.

Esta incultura culta ha hecho de la palabra indescriptible, que solamente denota lo no susceptible de descripción, un sinónimo de lo grandioso o de lo indefinible, o sea, de lo que no tiene límites.

Se entiende que el milagro español causante de la transición sea inexplicable para los historiadores del poder. Pero no porque no sea perfectamente descriptible, o medianamente definible. La descripción ha sido considerada desde antiguo como una definición imperfecta (Petrus Ramus) o «moins exacte» (Port Royal), que no puede darnos un conocimiento de algo, pero sí un saber acerca de algo (William James y Bertrand Russell). Un saber descriptivo que llegó a ser, en Wittgenstein, nada menos que el objetivo de la filosofía. Una disciplina que «no tiene nada que explicar ni deducir, pues todo está a la vista». ¡Qué error reaccionario!

La historia de la Transición no nos proporciona un saber acerca del llamado, precisamente por su indescripción, milagro español. No puede haber un fracaso mayor, un naufragio tan angustioso de la historiografía, si casi un cuarto de siglo después de ocurrido aún se continúa hablando, dentro y fuera de España, del milagro existenciariamente vivido, pero históricamente indescriptible, de que los tiranos se hicieran libertadores, y las víctimas abrazaran a sus verdugos.

Un milagro no sólo indescriptible, caso único en la historia de la milagrería, sino gratuito, como los realizados por la gracia divina, pues ocurrió sin consideración a mezquinas motivaciones del interés personal en los agentes de la gracia, ni al hecho visible de que tan nobilísima conversión espiritual tuvo por consecuencia instantánea el que los unos siguieran en el carro del Estado y los otros se subieran a él.

Si se abstrae de la historia este hecho capital, este reparto entre ambiciones, concebido con el propósito común de eliminar la incertidumbre de la libertad política sobre las pretensiones de ser jefes de la nueva situación, entonces aparece el milagro indescriptible del súbito y maravilloso abrazo de los españoles en, y por fin, la libertad.

*Publicado en el diario La Razón el lunes 12 de marzo de 2001.

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