Gregorio Moran

GREGORIO MORÁN

La Edad Cínica. ¿Cómo nos designarán dentro de medio siglo, cuando de nosotros sólo queden los restos de una época? Igual que existen profesionales dedicados durante media vida a dar nombre al pasado y bautizar un tiempo como “Edad Media”, o “Siglo de Oro”, o “de Plata”, o “de Hojalata” –este aún sigue huérfano y hasta podría tocarnos, porque al fin y al cabo no es más falaz y estúpido que decir “generación del 98” o “del 27”–. ¡Generación de la Hojalata! Quizá suena a poco académico, pero no está mal como definición; tiene su sentido del humor y un valor crematístico que van muy bien con los tiempos que vivimos.

Ya sé que importa poco lo que yo pueda decir y nadie me va a hacer el más mínimo caso, pero a mí me gustaría proponer lo de “la Edad Cínica”. No porque tenga nada que ver con aquellos griegos antiguos tan brillantes que se dedicaron a la reflexión, sino porque la capacidad de cinismo de nuestra sociedad alcanza cotas históricas. Ahora que todo lo que era un bien público se privatiza, resulta que aquello que costó siglos, peleas, revoluciones, juristas dignos –¡los hubo, porque estamos hablando de otros tiempos!–, en fin, lo que constituía el ámbito de lo privado se convierte en miseria pública. Hay un libro interesante sobre el asunto, del alemán Wolfgang Sofsky, Defensa de lo privado (Pre-Textos, 2009).

Nos están quitando las auténticas señas de identidad de una sociedad democrática y avanzada. Incluso nos amenaza una nueva ley de Seguridad Ciudadana que nos vuelve atrás muchos años, incluso a periodos anteriores a la Revolución Francesa. ¿Acaso el nuevo poder de las empresas de seguridad, sustituyendo tareas que competían al Estado, no se parece al de los ejércitos privados de la vieja aristocracia latifundista? Sustituya los aristócratas, con o sin latifundio, por cualquier empresa prepotente y tendrá usted un ejército cuya única finalidad consiste en “cumplir órdenes”, con absoluto desprecio de los ciudadanos. Más de uno pensaba que habría un día en que los aeropuertos dejarían de ser esa entrada al averno, donde toda humillación tiene su asiento, para volver a ser estaciones de paso. Falso; cuando esa policía de pacotilla ocupó sus puestos fue para no retirarse jamás.

La Edad Cínica. Siempre que nos explican una cosa es porque van a hacer otra. Un ejemplo, en España hay una ley de Defensa del Honor y de no sé cuántas cosas más. La inventó el último gobierno de la UCD por el sindicato de las prisas para evitar cualquier desliz periodístico –es decir, escribir la verdad– ante el entonces inminente juicio a los militares golpistas del 23-F de 1981. Hoy, como ayer, esa ley sirve sobre todo para proteger el honor de delincuentes, mafiosos, estafadores y demás atentos servidores de la justicia cuando se trata de esquivarla. No me canso de decirlo: somos el único país del llamado mundo civilizado donde los delincuentes aparecen con siglas –para proteger su honor–, pero sí se pueden exhibir los nombres de sus abogados, porque atraen clientela.

Todo este largo exordio se me ocurrió a propósito del presidente de la República, François Hollande, y sus derivadas. A mí, confieso que las vicisitudes de las primeras damas me interesan bastante menos que la función pública de sus maridos, y a los hechos del pasado me remito: J.F. Kennedy o Bill Clinton y sus obsesivas tendencias hacia la felación (ahora en fino se llama “sexo oral”). La pregunta delicada está por hacer: un líder político que engaña a su mujer ¿tiene patente de corso para engañar a su electorado? ¿Es más fácil engañar a su primera dama o a sus votantes? Alguien dirá que todo se reduce a una inclinación, y que una vez se adquiere cierta práctica da lo mismo engañar a todos que a una sola.

Es verdad que tratamos de estamentos diferentes y que está lejos de mi intención cualquier referencia a España; ni es mi estilo, ni estoy loco, ni se me ocurriría. Pero no me cuesta imaginar la reacción de la clase política. “Pero qué dice ese gilipollas, que si engaño a mi mujer con una relación extramatrimonial, ¿qué no seré capaz de hacer con el votante?”. ¿Por qué nadie se atreve a hacer una de esas falaces encuestas a las que tan acostumbradas son las secciones políticas de los diarios? Primero, porque con absoluta seguridad nadie osaría reconocer un desliz incluso en aquellos casos en que, como diríamos vulgarmente, fueron cogidos con las manos en la masa. Pero es que tampoco tendría ninguna validez la segunda parte de la proposición: nadie ha engañado al electorado nunca, y eso por más que no haya cumplido ni la más mínima parte de su programa electoral, que por cierto no han leído ni los candidatos. De donde cabría deducir que tenemos una clase política ejemplar tanto en el terreno personal como en el público. ¿Entienden ahora por qué nuestra época podría muy bien llamarse dentro de medio siglo, con muchos de nosotros echando ortigas, “la Edad Cínica”?

El caso Hollande tiene lo que denomino “unas derivadas” que podrían ayudarnos a penetrar en “la Edad Cínica”; una especie de concentrado de época. En primer lugar, las fotos. En segundo, el morbo. Luego, la piedad hacia la mujer engañada, que hoy nadie duda que ya sabía del asunto desde hacía más de un año, pero que se había mantenido en el secreto de las convenciones. Un hombre de Estado, y un presidente de la República no sólo lo es sino que también ejerce de líder, parte de una consideración que nunca explicará a la ciudadanía pero que está grabada en el ADN del dirigente: ellos no engañan a sus mujeres; sencillamente sienten una irresistible inclinación provocada por el peso y el estrés de tan alta responsabilidad. Por cierto que si hiciéramos una reflexión similar sobre nuestros grandes –y menos grandes– ejecutivos empresariales el resultado sería parejo.

¿Un tipo rijoso, capaz de tirarse a todo lo que se ponga a tiro, puede ser un buen hombre de empresa? Tremendo dilema, porque aquello que todos los empresarios tendrían claro como el agua al tratarse de la casta política se vería como indelicadeza si se refiriera a ellos. ¿En qué se diferencia hoy un votante de un cliente? En las formas de relación, nada más. Virtudes públicas, vicios privados. ¿Pero no habíamos quedado en que la ejemplaridad era un elemento fundamental del liderazgo? Entonces usted qué quiere, ¿políticos y empresarios castos? Sería terrible imaginar un mundo político con tipos del Opus Dei, estilo Cotino el valenciano o Fernández Díaz el ministro. Entraríamos en el tenebroso mundo de cómo subliman sus pasiones. Oh, Freud, no quiero ni imaginármelo.

Pero luego están el morbo y la foto. Son importantes, y ambos están ligados al fabricante de lo uno y lo otro. El paparazzo, esa profesión que convirtió en legendaria Federico Fellini a partir de La dolce vita, y que en este caso se trata de un veterano, Sébastien Valiela, de 42 años, el mismo que logró la exclusiva mundial del descubrimiento fotográfico de la hija oculta de otro François, Mitterrand. También otro presidente de la República pillado en un acto estrictamente personal y privado, según salía del restaurante parisino donde había cenado con su hija de 19 años, Mazarine Pingeot. Sucedió en 1994. El paparazzo era el mismo Valiela, pero aquellas fotos que reprodujo Paris Match no provocaron el morbo de ahora, por más que aumentaran su tirada considerablemente. Y eso no fue porque el presidente tenía 77 años muy trabajados y una vida personal y política tortuosa en la que era difícil distinguir lo privado de lo público.

En Italia, Silvio Berlusconi, el hombre que había construido un imperio mediático gracias a la corrupción socialista de Bettino Craxi, fugado de la justicia, ya había creado un partido, Forza Italia, sobre la misma concepción que su empresa multimedia. En abril de 1994 alcanzó la presidencia del Consejo de Ministros italiano. Las fotos de Mitterrand con su hija Mazarine aparecieron en Paris Match unos meses más tarde. Una coincidencia significativa de la época del cinismo.

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