Paco Bono

PACO BONO SANZ

En la cima de la montaña más alta del mundo había una casa con forma triangular. Sus muros se levantaban como cascadas de cristal. El viento arañaba cada noche sus témpanos con su huracanada voz. La montaña parecía una pirámide de granito y hielo, como otra de esas obras de los hombres que quedan a merced de los desiertos; desde hacía millones de años se alzaba majestuosa para impresión de los hombres que la amaban y temían. Repleta de leyendas, jamás había recibido la visita de ningún ser vivo, dada su inerte esencia, chocante por el continuo baile de su húmeda envoltura. Nunca el viento pudo doblegar la casa imaginaria de su cúspide. No había puertas que tirar, ni ventanas que romper, sólo tres lienzos bien cimentados, gélidos, muy fríos, como ese frío que te entra por los pies y te paraliza el cuerpo, ese que escala por tus huesos hasta tu nariz, ese frío que viene de adentro.

Un día, la civilización occidental quedó fascinada por la cordillera sobre la que se levantaba la montaña más alta del mundo. No había glaciar capaz de desvanecer los deseos de aquellos hombres tan curiosos como inteligentes, valientes e incansables. Dos exploradores decidieron emprender la conquista de su cima para descubrir cómo se vería el mundo fuera de los ojos del hombre. Un periodista, le preguntó a uno de ellos:

  •  ¿Por qué arriesga usted su vida para escalar esa roca vertical donde la vida es imposible?
  • Porque está ahí… -Contestó el explorador; que se llamaba George Mallory-

Aquel hombre partió, junto con su compañero Andrew Irvine, una mañana del mes de junio… Nunca más se supo de ninguno de los dos. Sin embargo, se había dado un paso, y más exploradores les sucedieron en la ambición de clavar las botas de metal sobre el hielo inestable de las laderas del coloso, donde sólo el hombre puede llegar con su tesón y su esfuerzo. Todos ellos sabían que una vez iniciada la marcha ya no cabía el error. Cada paso implicaba la sensación de expirar pero, a la vez, de estar más vivo que nunca. Otra mirada a la pared, un nuevo impulso mental hacia arriba. El cuerpo avanza sin sensibilidad, apenas una sufrida sonrisa, el sudor frío que provoca la lucha contra la muerte y la derrota, por la victoria, la consciencia de estar cruzando el límite aquel que no advierten los hombres que habitan las orillas del mundo, el punto de no retorno si no es por uno mismo. No hay socorro.

Alguien un día llegó donde ningún hombre había pisado antes. Otros quedaron como estatuas por el camino y pasaron a formar parte del paisaje de una montaña tan muerta como ellos, ¡pero tan sublime también! El afortunado escalador miró a través de sus gafas congeladas mientras respiraba el oxígeno de su botella medio vacía. Un paso más; pensó. Su corazón respondía a su extremado vigor, latía alborotado para despertar el ímpetu que mantiene con vida a esos hombres que llegan donde otros jamás podrían. Cuando el alpinista pisó finalmente la cumbre, se dio cuenta de que aún debía escalar la pirámide de hielo que se difuminaba como un espejismo en el desierto. Clavó el penúltimo anclaje y superó los escasos tres metros de pared. ¡Vamos! -Exhaló- Llegado arriba, se sentó y observó exhausto el horizonte blanco repleto de picos que asomaban por entre las nubes como auténticos dioses. No había lugar más hermoso, ni sensación más placentera; máxima expresión de lo que la humanidad puede hacer por un hombre cuando un hombre lo da todo por su condición humana.

Todos los hombres deben ser libres para intentar subir a la cima de la montaña más alta del mundo, aunque no todos quieran o puedan emprender o culminar dicha misión. La casa piramidal permanecerá ahí eternamente, indiferente a nuestra vida… Nadie podrá derribar esas paredes congeladas que son la bandera que homenajea el valor y el esfuerzo de los hombres que dedicaron, perdieron y que arriesgan aún hoy sus vidas para hacer realidad lo que otros sólo imaginaron en su tiempo: la libertad colectiva.

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