Martín Miguel Rubio

MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN

( inicio de novela)

    Aunque Ramiro vio la luz en un primaveral Alfaraz de Sayago, apenas quedó en su memoria infantil este pueblo de la Zamora del sur, junto a la frontera del campo charro. Sólo la silueta de un venerable castillo desmochado, con sus adarves arroñados y aún soberbia la torre del homenaje, se grabó en su cerebro tierno. Sin duda sus padres, Manuel e Isabel, habían paseado con el pequeño Ramiro muchos tardes de domingo hasta aquel castillo del Asmesnal, del latín “damascena”, esto es, “ciruela de Damasco”. Aquella fortaleza, bastión del valor castellano, había participado activamente en las numerosas guerras con Portugal desde el siglo XIII al XVII. Todavía entre sus piedras parece oírse el eco del agonizante Don Gaspar, Conde-Duque de Olivares, que desde su exilio en el cercano Toro había tenido las últimas fuerzas para organizar un pequeño ejército de zamoranos para expulsar del territorio a los alevosos portugueses que habían entrado en Zamora bajo las banderas de la Casa de Braganza. Las altivas piedras del castillo contrastaban con las casas de adobes de Alfaraz. La jerarquía social de nuestra Edad Media se dejaba sentir en la arquitectura de los pueblos. En el momento en que las élites se trasladaron a las torres de piedra, estaban manifestando de un modo visual su señorío y su condición social inasible, que podían respaldar incluso mediante la fuerza armada. Todos estos pensamientos sobre el significado social de los castillos los tuvo y los consignó en su día por escrito el joven y trágico revolucionario zamorano Ramiro Ledesma Ramos. Quizás pensase en el castillo que viese ya desde bebé con sus papás en las tardes siempre tristes de domingo.

Manuel, el padre de Ramiro, era maestro en Alfaraz, pero aprovechando que su padre, Don José Ledesma, se jubilaba de su plaza de maestro en el cercano Torrefrades, consiguió en propiedad la plaza que dejaba su padre, y así él y su mujer, Isabel, poder vivir en la espaciosa casa familiar, y de ese modo, además de ahorrar gastos, poder cuidar mejor a los abuelos paternos. Tenía Ramiro tres años cuando comenzó a vivir en Torrefrades, pueblo también sayagués y cuna del invicto caudillo Viriato, terror Romanorum. Y muy pronto Ramiro accedería a la biblioteca de su abuelo, que era entonces tenido como una leyenda viva del mejor magisterio español en toda la provincia zamorana, para interesarse en aquel valiente “antecesor” suyo, que al decir de Apiano fue antes bandido que caudillo lusitano; si bien la nobleza de índole y las virtudes caballerescas de Viriato descritas por el propio Apiano, y de las otras fuentes recogidas por Schulten, no se corresponden para nada con un bandido.

Don José Ledesma – que había recibido la Orden de Alfonso X el Sabio por su honda vocación y buenas prácticas pedagógicas – siempre estuvo muy interesado por el cuñado del rico Astolpas, es decir, Viriato, y consiguió que la Diputación Provincial de Zamora restaurase, desde una anastilosis propia del regeneracionismo, lo que se llamaba “la casa de Viriato”, en el mismo Torrefrades, una especie de tholos de pizarra, en cuyo interior el mismo don José Ledesma llegó a pintar algún fresco alusivo a las victorias de Viriato, y que la leyenda decía que había sido la casa del líder lusitano, único causante de que los años comiencen el uno de enero, y no el quince de marzo, al haber eliminado a dos cónsules y con ello haber suscitado la necesidad de adelantar las elecciones consulares. Sin duda don José insufló en el alma de su nieto la pasión por Viriato, y con ella el amor a la dignidad nacional, y también, cómo no, a la dignidad personal. Aún en la niñez Ramiro aprendió latín de su egregio abuelo sólo para estar más cerca de Viriato. Y quizás la grandeza y tragedia de Viriato también la heredase Ramiro. También la traición. “Ubi nunc vivimus, olim Lusitanorum terra erat. Tunc Romani populos multos bello superabant: Iberiam totam iam obtinuerat; Lisitaniam etiam cupiebant”, leía silabeando para su abuelo con su voz infantil el pequeño Ramiro. Y cuando fue a Zamora por primera vez Ramiro, su abuelo lo subió sobre el ariete-carnero que está bajo la roca en la que se encuentra la magnífica estatua de bronce de Viriato, obra de Eduardo Barrón González, como bueno y leal zamorano. Y es que desde 1903, año en que se levantó la estatua, todo niño zamorano es subido por sus mayores al carnero-ariete del conjunto escultórico como gesto de una especie de bautizo cívico, en el que se contienen ideas como la adscripción a un zamoranismo de corte vacceo-lusitano y la afirmación juramentada de imitar las virtudes de valor, pasión por la libertad y entrega a la patria del caudillo Viriato. “Digni Viriati Filii esse discemus”.

Aunque su padre era un maestro de importantes dotes intelectuales, sin embargo, la mayor influencia que se ejerció en la niñez y la adolescencia de Ramiro fue la del abuelo, lector voraz, esencialmente artista y apasionado por la naturaleza y por las largas marchas por el campo. La innata curiosidad intelectual de Ramiro se sació de manera sobreabundante gracias a don José Ledesma Pollo. Y su espíritu, duro y berroqueño, austero, resistente al trabajo, al sueño y al dolor, se acrisoló en la cercanía con el abuelo. Tenía su abuelo una biblioteca que excedía con mucho la que solían tener los maestros de entonces ( y de ahora, claro ), con cerca de 2.300 volúmenes. La mejor novelería europea estaba allí en distintas colecciones, entre la que destacaba la colección de clásicos de la “Pléyade” francesa. Lo mismo que clásicos griegos y latinos, así como obras de los pensadores más importantes de la Historia de la Filosofía, entre las que destacaba en edición bilingüe las obras completas de Santo Tomás de Aquino en 26 tomos. Contenía también la Historia de la Literatura de Prampolini, la gran obra botánica de Dioscórides, la obra completa de Tito Livio – el Ab urbe condita – en primorosa edición bilingüe, la Historia de César Candú, y otras muchas joyas bibliográficas que nadie supo cómo había llegado a adquirir el sabio y bueno de Don José Ledesma. El campo sayagués y esta biblioteca familiar se convirtieron en el paraíso del niño y adolescente Ramiro Ledesma Ramos. Su hambrienta curiosidad intelectual se saciaba cotidianamente en aquella amplia habitación de la biblioteca con miles de ardientes y apasionadas horas de lectura, en donde el placer espiritual llegó a las más altas cotas de la bienaventuranza; si no a ver la suprema bienaventuranza de la visión de la faz divina de Dios, sí a entrever con inefable gozo las mieles que comporta la creación literaria y la investigación filosófica o científica.

A los doce años, cuando le preguntaban en el pueblo qué quería ser de mayor, el respondía sin ambages:

–         Yo quiero ser escritor.

Y nadie se reía, entendiendo que lo lógico era que “un niño así” llegara a ser escritor.

Aunque intelectual y ratón de biblioteca en ciernes, su pasmosa imaginación de niño lo llevaba, sin embargo, a la aventura, no sólo en su fantasía sino también en su tangible paraíso sayagués. Es así que a los trece años quiso hacer una excursión campestre en compañía de su amigo Javi Perero, que llegó a originar largas horas de angustia en las familias de los dos niños. Es el caso que un verano les dijeron a sus madres que se marcharían el sábado muy de mañana, provistos de buenos bocadillos de chorizo, al cercano pueblo de Fadón, y que volverían al atardecer. A sus madres no les pareció peligrosa la propuesta, pues conocían la aparente sensatez de sus hijos y no veían tampoco ningún peligro en el camino. Pues bien, salieron a las siete de la mañana de un día de finales de agosto, y no se habían alejado más de dos kilómetros de Torrefrades cuando decidieron marchar a Portugal o, por lo menos, a la Raya o Frontera.

–         Convertiremos nuestra excursión en una expedición – vaticinó épico y sentenciosamente Ramiro.

El resultado de aquella expedición es que no regresaron aquella noche, y a pesar de las numerosas plegarias impetradas a Dios y a la Virgen por los padres, hermanos y vecinos, y el propio cura párroco del pueblo, don Domingo, que a punto estuvo de celebrar un lectisternio con las imágenes de la Iglesia, no se supo nada de los niños hasta el anochecer del  tercer día, en que fueron encontrados por la Guardia Civil en la comarca de Moveros, junto al santuario de Nuestra Señora de la Luz, en la misma frontera con Portugal. Su audacia les había llevado hasta la Miranda do Douro portuguesa y su castillo altivo, y luego regresaron por la dirección que les llevaba al campo alistano. Se dice que cuando les encontraron Ramiro llevaba un gran cuchillo de monte en la mano “por si les atacaban los lobos o algún perro que protegiera las casas del campo”. Como le ocurriera a Er el Panfilio tras volver a la vida, portaban mil historias que contar, que fueron desplegando y desmenuzando a lo largo de casi dos años. La madre de Ramiro, la hermosa Isabel, envejeció diez años en aquellos dos días, tornando su pelo endrino en blanco, y Ramiro no volvió a salir del pueblo hasta que se marchara a Madrid dos años después con la intención de ganar las oposiciones que le convirtieran en un flamante funcionario de Correos. Años después contaría que aquella aventura que tanto hizo sufrir a sus padres fue como un rito iniciático hacia la libertad, y que en cierto sentido se había convertido en un hombre en los bosques de robles y quejigos de Zamora durmiendo al vivac, y en donde un viejo carlista que encontró en un bosquecillo cercano a Vivinera le había regalado un cuchillo de monte para defenderse de las fieras y de los hombres malvados.

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