Gregorio Moran

GREGORIO MORÁN.

Quién demonios es, para nosotros, una dama por buen nombre Hannah Arendt, esposa de un tal Blücher, del que nosotros apenas sabemos nada fuera de la dedicatoria de El origen del totalitarismo? ¿Cómo enfocamos la figura de Hannah Arendt en una sociedad que no sólo vive en otra galaxia (ahora se denomina “burbuja”) sino que pertenece al terreno de la “alta cultura”? ¿Una película? ¿Dice usted una película?

Margarethe von Trotta ha rodado un filme sobre Hannah Arendt, recién estrenado entre nosotros. Un filme torpe, y es pena, porque yo recuerdo otra inmersión histórica de Von Trotta, en este caso Rosa Luxemburgo (1986), donde la protagonista era la misma actriz –inmensa Barbara Sukowa– que ahora repite en Hannah Arendt y de cuyo recuerdo guardo imágenes imborrables, como la flor en maceta que Rosa intenta hacer prosperar en la cárcel, antes de que la liquiden. Me pregunto de qué estamos hablando. ¿Rosa Luxemburgo? ¿Se acordará alguien de esta águila mochada por la historia y la derrota?

A pesar de su estilo gran comedia –hay muchas risas en este drama–, creo que esta Hannah Arendt de Margarethe von Trotta hay que verla, porque pertenece a nuestro pasado, porque se trata de una pensadora indispensable en el mundo totalitario en el que estamos metidos, y también, por qué no, porque fue un personaje que vivió intensamente con hombres que conformaron nuestra cultura. Una judía militante del sionismo se enamora de un tipo humanamente despreciable como era Heidegger, el hombre que condicionó el pensamiento filosófico occidental durante décadas, nazi tan riguroso como para pagar la cuota del partido hasta 1945, ya de vísperas de la caída de Berlín. Confieso que me irrita la insistencia en la relación entre Arendt y Heidegger, que quedó meridianamente clara en un libro demoledor que hizo Elzbieta Ettinger, publicado en España en 1996 por Tusquets. El morbo de esa relación, que reaparece en el filme como si fuera algo trascendental, que en mi opinión no lo fue, más allá de una pasión adolescente. Para Hannah, el viejo profesor rijoso siguió siendo “el pájaro de Selva Negra”, un tipo al que debía algunas cosas importantes: el rigor ante los textos, la pasión por Goethe, y el sentimiento de pertenecer a la casta universitaria germana.

La manía por colocar a Arendt con Heidegger tiene mucho de manipulación entre cómplices. Fueron amantes cuando ella era una doncella brillante y él un profesor casado y con dos hijos, ansioso de carne fresca. Sus mundos carecen de la más mínima coincidencia, pero aquí aparece el aspecto más fascinante de Arendt: la memoria, personal o colectiva, es una “religión” a la que una persona cabal debe ser fiel. Hay una reflexión suya, que el filme recoge en un momento desazonador, casi brutal, con un sionista amigo que la rechaza y ella responde: “Yo no amo los pueblos, yo quiero a mis amigos”. Definición que le supondrá la crueldad de la calumnia y la incomprensión. Pero reconozcamos que, amén de valiente, es una idea que cualquiera de nosotros podría suscribir en estos tiempos de imbéciles supuestamente ilustrados que te dicen “eres anticatalán”, igual que antes, apenas cuatro décadas, te decían “eres antiespañol”.

Si esto sucede en mundos tan peregrinos como los nuestros, donde las tradiciones son como los castellers, de quita y pon, ¡qué no será con el mundo judío, orgulloso de milenios! La película se detiene con especial delectación en el juicio al criminal nazi Eichmann y la brillante evidencia de “la banalidad del mal”. Su secuestro por el Mossad en Argentina, donde estaba escondido gracias al apoyo de la Iglesia católica, se convierte en una patochada cinematográfica. Fue mucho más importante de lo que refieren y en este sentido parece una película pensada y realizada para un público norteamericano, tan ignorante como el nuestro. Hay una escena de una indignidad absoluta: cuando una estudiante pregunta qué le pareció Estados Unidos cuando llegó tras la huida europea, y ella responde “el paraíso”. Fue una tortura, que dejó su huella.

Qué pena siente uno ante una oportunidad de aportar inteligencia que se convierte en una vulgaridad para creyentes idiotas. Un filme donde apenas si uno se entera de que su amiga íntima la arrogante Mary McCarthy es la escritora más notable, en mi opinión, de la época que le tocó vivir. Una prepotente, todo hay que decirlo, que vino a España en 1963 a explicar a los narradores españoles de la época cómo debían escribir, pero al tiempo la autora de libros inolvidables como El grupo o las deliciosas Memorias de una joven católica, que tengo entre los libros más hermosos que he leído nunca.

Pero ¿qué hacemos con el marido de Hannah? Ese señor gordito, un tanto impertinente, que fuma en pipa, y del que la única escena notable en el filme se reduce a un “derrame cerebral”. Heinrich Blücher, un proletario, como se decía en la época, comunista y no judío, del que Hannah se enamorará de tal modo que incluso le disculpará su patológica inclinación hacia las mujeres en general, es decir, todas. Blücher es un personaje al que le gusta comer bien, beber mejor y compartir lo que sea menester con una dama. Su historia merecería una larga reseña. Se convirtió en profesor de universidad, en el Bard College, cuando el ponente de la charla se sintió indispuesto y él subió al estrado e improvisó lo que era una cultura de verdad, mamada en la adolescencia y con la gracia de un desdeñoso de la Academia. Acabó siendo una institución, esas cosas que sólo se dan en Estados Unidos.

Y ¿qué hacemos con el desaparecido? A mí me retuercen las tripas esas historias de Hannah Arendt en las que se dedican muchas páginas y escenarios a las relaciones con su rijoso profesor, el tal Heidegger, que en definitiva duraron apenas cuatro años y que la implacable esposa del filósofo, Elfride, “la bruja Elfride”, consideró tan viejas y pasadas como para mantener una relación amable con la antigua amante de su marido. Pero ¿qué hacemos con Günter Anders, el marido real y legal de Hannah Arendt durante casi siete años? Es verdad que no aparece nunca y que en la elocuente correspondencia entre Arendt y McCarthy, fundamental documento histórico de nuestra cultura contado por dos mujeres inteligentes y cotillas, y traducido magistralmente por Ana Beciu en 1999 (Lumen), es como un bordón que se repite y se oculta. Mary, casada entonces con un colaborador de la CIA en misión europea, su cuarto marido, que debía de ser un encanto de tipo, hecha la distinción de su oficio poco inclinado al romanticismo, y ella, una dama antigua, del Sur, sin problemas económicos ni rubor alguno. Cultura en Nueva York.

Disculpen este pequeño homenaje al siempre difuminado Günther Anders (Günther Stern, 1902-1992), personaje por el que siento una inclinación casi morbosa. Judío polaco por familia, alumno de Heidegger, como Hannah, por quien se conocieron y se casaron. Se divorciaron en 1940, al tiempo que huían a EE.UU. Pero él tenía algo, ese arrebato, diríamos hoy, que le llevó a hacer libros preciosos e insólitos. Yo siempre recordaré la correspondencia con el piloto que colaboró en el lanzamiento de la bomba de Hiroshima, el comandante Claude Eatherly. Cien mil muertos apenas cayó en agosto de 1945, Little Boy, la primera bomba atómica. Le internaron en un psiquiátrico militar y gracias a Anders lograron sacarle de allí. Era un hombre sensible.

Conviene recordarlo. Su compañero de hazaña, el piloto Charles W. Sweeney, lanzó la otra bomba. Tenía que soltarla sobre la ciudad de Kokura, pero surgieron problemas de combustible y visibilidad. La echó sobre Nagasaki. 70.000 muertos. Jamás tuvo crisis de conciencia y por ello fue festejado con ascensos y homenajes.

Es bueno ver el filme de Margarethe von Trotta sobre Hannah Arendt. Ayuda a entender, por más que su espléndido discurso final ante los estudiantes quede limitado por una cámara sin imaginación. Debemos acostumbrarnos al gozo y a sus límites.

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