Gabriel Albiac

GABRIEL ALBIAC.

¿Cuántos cargos electos? ¿Cuántos “cargos de confianza”? ¿Cuántos “liberados sindicales”? ¿Cuánto parásito?

DA vueltas a la maldita declaración de la renta. Nunca intentó zafarse de ella. Pero una cólera oscura lo atenaza. La misma cada año. Sabe que ciudadano es aquel que paga sus impuestos. Y que todo lo demás es accesorio. Incluidos las grandes fastos electorales. Da vueltas. Pero no cabe arreglo. Hace cálculos. Llega a la conclusión de que más de un tercio de sus modestos ingresos se lo queda el Estado. Calculando por lo bajo. Y sabe que ningún gobierno –ninguno– renunciará a esa exacción brutal, para cumplir con la cual hace ya mucho que renunció a las vacaciones de verano.

No se queja, sin embargo. No, al menos, de pagar impuestos. Esos impuestos –él lo sabe– son condición para que una sociedad evite derrumbarse. Hay que pagar colectivamente por cosas muy elementales y, sin embargo, no al alcance de todos. Una enseñanza pública decente, una sanidad pública bien dotada, un paro mínimamente cubierto, una garantía de jubilaciones que no sean demasiado indignas… Sabe eso, y está contento de pagarlo. Aunque él hace ya mucho que se paga por su cuenta la atención médica. Aunque él invirtió hasta el último céntimo del sueldo en adquirir para sus hijos una enseñanza que los librara del horrible deterioro en que malviven los centros públicos. Aunque una parte no despreciable de sus ingresos esté yendo, desde hace muchos años, al plan de pensiones que no le haga temer una vejez humillante…

No se queja, porque sabe que, pese a todo, tiene un trabajo que le permite llegar a fin de mes, y eso es privilegio mayor en el país camino de enterrar a más de un tercio de su población adulta en el paro. Ni se le pasaría por la cabeza utilizar el cursi sustantivo “solidaridad”, que tanto gusta a los que suplen la realidad con tópicos. Lo llama justicia. Y punto. Pero sabe que esa justicia afecta a sólo una parte de lo que Hacienda le sustrae. El resto… Pensar en ese resto es lo que lo hunde cada año en una negra ira tejida de impotencia.

No hay ni siquiera manera de conocer –en un país en el cual Hacienda atina hasta en el último céntimo infaliblemente– el número exacto de aquellos a los cuales, bien a su pesar, él mantiene con su sueldo. Y que no son precisamente los más necesitados. ¿Cuántos cargos electos? ¿Cuántos “cargos de confianza” y asesores múltiples designados a dedo? ¿Cuántos “liberados sindicales” de diverso grado? ¿Cuántos “funcionarios” (es un decir) de partido? ¿Cuántas reduplicadas y superpuestas administraciones? ¿Cuántas carísimas televisiones autonómicas? ¿Cuántas sicavs, cuantas subvenciones –nombre respetable del robo–, cuánto, cuantísimo parásito?

No, no pretende reducir un céntimo en el pago de impuestos que le corresponde. Pero piensa que un ciudadano –y más, un ciudadano libre– debería recibir como contrapartida, en el momento mismo de abonar ese tercio de sus ingresos a Hacienda, un informe detallado de las partidas exactas en que el Estado se gasta su dinero. De todas. Sin excepción. Que pueda, al menos, ponerle nombre y cifra a cada sinvergüenza.

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