Pedro M. González

PEDRO M. GONZÁLEZ.

La autodefensa del estado de partidos necesita de medios y miedos. Medios contradictorios con sus propios postulados supuestamente democráticos ante patologías como la instrumentalidad por outsiders de la política de los privilegios oligárquicos en que se sustenta y que alimentan a sus únicos agentes políticos reconocidos, los propios partidos políticos. Y miedos que determinen el ingreso o expulsión en el selecto grupo de integración de masas delimitado por el consenso de los participantes en el acuerdo institucional del setenta y ocho.

El acceso a las subvenciones estatales, el reparto de espacios publicitarios públicos y el acceso al padrón por los asesinos son consecuencia del régimen oligárquico de partidos de integración proporcional de masas, que resultarían imposibles en un sistema mayoritario de representación ciudadana. Es lógico pues, que los delincuentes se percaten de que la mejor garantía de impunidad y eficacia es la articulación delictual a través de un partido político.

Prohibir por ley un partido político, ya sea comunista, nazi, integrista, o filoterrorista más allá de la contundente aplicación del Código Penal a la conducta de sus integrantes, es síntoma de la debilidad y contradicción intrínseca del estado de partidos, inconcebible en una auténtica Democracia donde el partido fuera instrumento de su funcionamiento y no agente único de la actuación pública, sujeto exclusivo del derecho a ejercer la política, y de nutrición asistida estatal como un órgano administrativo más.

La República Constitucional, como acción humana para la democracia, saca a los partidos del estado para civilizarlos, sin que precisen del patrocinio estatal y sin que sean necesarios funambulismos como el tan manido de “la unidad de todos los demócratas” para señalar un fuera de juego a aquellos cuya juego no nos gusta en uso de las reglas de lo político.

La soluciones ideológicas que el análisis oficialista ofrezca nunca podrán ser ciertas porque en todo caso falta a la verdad en sus premisas de partida. Ni las pretensiones de los proetarras de acceder a las instituciones, ni la ilegalización de partido alguno tienen que ver con la Libertad Política, sino con la forma de organizar la partitocracia.

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