Gabriel Albiac

GABRIEL ALBIAC.

Girolamo Savonarola, que en el final del siglo XV florentino sabía hasta qué punto las imágenes son los únicos libros que afectan a los ignorantes, fue el primero en percibir el crucial envite que se juega en torno a su correcto artesanado: no la verdad, sino algo que podría designarse como el «efecto verdad», la fantasía que suplanta al conocimiento y genera «evidencia». Quien sepa elaborar y administrar con eficiencia imágenes tendrá en sus manos una máquina poderosa de fabricar conciencia, lo que es lo mismo, de cincelar individuos a la medida de sus designios.

La imagen es el espacio propio del adoctrinamiento. Por eso Platón la había proscrito del ámbito del conocer: la imagen genera «re-conocimiento», que es exactamente lo contrario. Por eso los ideólogos del totalitarismo en el siglo XX supieron que mediante imágenes era posible generar identificación total; total servidumbre, por lo tanto. Y por eso procedieron tan metódicamente a codificar su uso. Sin radio y sin cine, las alucinaciones colectivas de los años de entreguerras no se hubieran podido gestionar. Más tarde, ya en la segunda mitad del siglo, el imperio universal de los televisores dio la clave para una gestión del poder perfecta. E inexpugnable.

Por una vez en este tiempo negro, llega de Grecia una buena noticia: el cierre total y definitivo de las televisiones públicas. Que es ya un fundamento de racionalidad económica elemental, porque la fortuna que todo gobierno invierte en esa máquina de expandir fidelidades resulta difícil de admitir en tiempos de ruina extrema, como lo son estos que vivimos. Pero que, más allá de la ruina, nos debería poner ante un principio –lógico como moral– más básico: ¿por qué deben pagar los ciudadanos con sus impuestos la feroz apisonadora que persigue sólo hacerlos imbéciles, autómatas que repitan lo que al Gobierno de turno resulte más conveniente?

¿Para qué podría servir una televisión pública –no digo ya las dos decenas de autonómicas que hay en España–, más que para cerrar nuestro horizonte de visión sobre aquello que el poder juzgue conveniente que veamos? No hay excepción a ese automatismo perverso. Unos Gobiernos pueden hacer de la máquina uso más esterilizador que otros: en España, la maestría del PSOE y de los Señores autonómicos no tiene en eso equivalente. Pero es la máquina misma lo que le sobra a una sociedad libre. Quien quiera entretenerse con la pantalla, que se lo pague. Como yo me pago mi entrada al cine, cuando se me antoja, y otros se pagan su fútbol o su circo. Los vicios de cada uno son cosa privada suya. Pero ni un solo céntimo del erario público puede ir destinado a eso.

Y aquí, no nos engañemos, ha sido al revés: una infinitud de cadenas públicas autonómicas ha multiplicado la violación mental al infinito. Y ha quemado dinero de un modo obsceno. Ni un céntimo más para las televisiones públicas. Menos que cero, para las autonómicas. No es sólo economía. Es higiene. Mental. Decencia mínima.

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