Gregorio Moran

GREGORIO MORÁN.

Hay un test infalible para detectar si su interlocutor tiene el riñón cubierto, o sencillamente sobrevive buscándose la vida. Pregúntele, de sopetón, qué clase política le parece más corrupta si la italiana o la española. Si le dice “la italiana, por supuesto”, no insista.

Para completar el test, saque a colación a Alfredo Sáenz, el financiero reiteradamente condenado por los tribunales españoles –famosos en el mundo entero por su rigor frente a los poderes económicos establecidos–, y recuérdele que ese tipo, de aspecto intrascendente, de cultura ignota fuera del tanto por ciento, y señora moderna a la que sobre todo le gusta viajar, ha recibido 88 millones de euros, una cantidad que excede mi posibilidad de contar. Alfredo Sáenz, el banquero más solicitado de España, al que Zapatero concedió un indulto y la torre de cacerolas de la Feria, es decir, todo lo que pedía y más, fue capaz en 1994 siendo presidente de Banesto, de falsificar documentos, firmas y hasta el aliento de sus competidores. Y ya hubo de ser escandaloso para que los jueces le condenaran con reiteración y sentencia en firme desde el 2011. Pero nada. Inasequibles al desaliento, los españoles en general demostramos que una trampa la hace cualquiera, y a quien Dios se la dio, que Botín se la bendiga. ¡Qué silencio ante los 88 millones concedidos a un delincuente! ¿De verdad nos han castrado por decisión de la autoridad competente, o es cuestión de hábitos?

¿Saben ustedes que el juicio a Millet y su equipo de jazz-band patriótico se ha retrasado de septiembre (¡que no estaba mal la demora!) al lejano 24 de febrero del 2014? Al parecer uno de los ilustres letrados –de la defensa, o de la acusación; da lo mismo– tiene problemas de agenda. ¡De agenda, sí señor! Y eso que no se trata del asunto mollar, el del saqueo del Palau, sino de esa chuminada que querían montar irregularmente bajo la forma de un hotel, diseñado nada menos que por Oscar Tusquets, desaparecido sin combate desde el día siguiente de levantarse el escándalo y donde ahora figura un tipo del que su mayor mérito debe ser el de comerse el marrón. Una vez pregunté a un amigo común cómo había sido esa transmutación de personalidades y arquitectos, y me respondió con un exabrupto. “¿No querrás decir que Tusquets tiene algo que ver con eso?”. No supe qué decirle, porque es uno de los nuestros.

Me pasa lo mismo que ante el juicio de un tal Ricardo Mateo, jefe de los Casuals, facción de los Boixos Nois, de profesión extorsión y blanqueo, pero de los nuestros, nada que ver con los de Madrid, que son muy carcas y antisoberanistas. La bendita esposa del jefe se llama para nuestra prensa Eva C. ¡Ándele usted con la ce, que diría Cantinflas! Todos los testigos han renunciado a sus declaraciones inculpatorias. Están acojonados. Y no es para menos, dado el rigor de las autoridades y los procedimientos de los “casuals”. Aquí no se mata, o se mata poco, porque no es necesario ir más allá para lograr el objetivo. Esto no es Sicilia o Calabria o Nápoles, donde existe la competencia, principio fundamental del mercado.

Italia ha tenido, y tiene, una colección de gentes de ley, magistrados y fiscales, que nosotros ni siquiera podemos soñar. Ellos vienen de un Estado que rompió con el fascismo, y nosotros de otro que nació de él. Y esto en términos jurídicos, no digamos ya sociales, financieros y periodísticos, marca una distancia.

Un suelto periodístico en Il Corriere de la Sera informa de que al día siguiente de la muerte de Andreotti, Gianadelio Maletti, con 92 años de basura a sus espaldas, dada su condición de exjefe del Contraespionaje Militar italiano, desapareció de su casa al tiempo que le llegaba su orden de detención. Sabía que mientras Il Divo viviera podía sentirse seguro por sus conocimientos del asesinato del periodista Mino Pecorelli, pero se había acabado la protección. Andreotti había partido al Paraíso con sus secretos y a él le tocaba esconderse de la justicia, en el Purgatorio.

Una de las preguntas que cada vez será más frecuente en los debates reales sobre la sociedad que vivimos es la relación entre poder y mafia. En Italia o en España, ¿quién manda a quién? No creo que sobre este tema haya mucho material bibliográfico, pero será en las próximas décadas un asunto de máximo interés. Cuando Giulio Andreotti besa al mafioso Toto Riina: ¿cuál de los dos es el poder? Los dos, porque existe una división de poderes, peculiar, muy peculiar, que consiente que el poder mafioso decida y el poder político condicione la decisión hasta convertirla en consolidación de su propio espacio. Me explico.

Cuando Andreotti pactó con el entonces jefe de la Cosa Nostra en Sicilia, Stefano Bontate, la victoria electoral de la Democracia Cristiana en la región, se entendía como la benevolencia del Estado en el tráfico de drogas y capitales. No hay otras garantías que la vida. Y eso significará el asesinato del líder local Piersanti Mattarella. La escena es para describirla, porque la esposa iba a misa con su marido, nada menos que el 6 de enero de 1980, y los Reyes Magos se le aparecieron bajo la forma de un sicario y ella llegó a suplicarle “piedad, piedad”. Hoy sabemos que Andreotti estaba al tanto de este crimen inminente y sugirió al capo Bontate que las formas fueran “menos brutales”. No podían ser de otra manera. Los dos poderes deben exhibir sus fuerzas, porque de no ser así dejarían de ser poderes. Algo parecido ocurrió cuando la mafia asesinó a Salvo Lima, en marzo del 92, el representante y amigo –si es que esta expresión tiene algún sentido tratándose de Andreotti– en Sicilia. Los poderes pactados habían roto el equilibrio y había entrado en función un juez como Falcone. El poder político había introducido una variable irregular frente al poder mafioso.

La judicatura italiana, por sus características de independencia que venían de la Resistencia, el antifascismo y una Constitución audaz, ha sido un elemento decisivo en el desenmascaramiento de la corrupción. Mani Pulite, esas Manos Limpias, nosotros no sólo no las tuvimos, no las tenemos y probablemente no las tendremos en mucho tiempo. Baste decir que sus émulos en España es una agrupación de extrema derecha, heredera de Fuerza Nueva. Fue el ministro socialista Juan Alberto Belloch quien concedió la amnistía a Jesús Gil y Gil, conocido y veterano delincuente. Y esas cosas constituyen símbolos, de los que sólo quieren olvidarse los protagonistas.

Andreotti fue todo menos presidente de la República. Tantas veces como lo intentó, fracasó. Cuando tras el pacto entre la corriente democristiana de Aldo Moro y los comunistas de Berlinguer se levantaron todas las inquietudes en los que manejaban los hilos del mundo, y las Brigadas Rojas hicieron el trabajo sucio de asesinar a Moro sin tener ni zorra idea de a quién servían, surgió el hombre salvador, Bettino Craxi, la gran novedad socialista, el hombre que hizo rico a Berlusconi. Un buen número de analistas siempre consideraron que fue la presión de los jueces de Mani Pulite la que favoreció el ascenso de Berlusconi. En otras palabras, que la corrupción es equilibrio y la honradez, catástrofe.

De ser cierta esta hipótesis, estaríamos condenados no sólo a ser esclavos de la estafa y del capitalismo de casino, sino a considerar que los políticos más coherentes de la España de la transición fueron tipos como Jesús Gil y Gil, a los que quizá faltaba finezza pero sabían repartir el botín. Porque el test con el que empieza este artículo no es una frivolidad. La diferencia entre la corrupción italiana y la española gravita sobre un punto capital: nosotros carecemos de sociedad civil, nuestra relación con el Estado se limita a cómo esquivarlo, pero teniendo muy claro que a la hora de votar lo fundamental está en quién administra las subvenciones. Eso fue durante décadas –siglos, diría Lampedusa–, la característica dominante de la antigua Sicilia.

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