Pedro M. González

PEDRO M. GONZÁLEZ.

En los procesos canónicos de beatificación, el cadáver incorrupto es signo de santidad. La ausencia de pecado impide los procesos naturales de putrefacción al punto de servir de evidencia de la incólume virtud del postulado. De la misma forma, en España, como la independencia de los jueces descansa por precepto constitucional en la consideración individual de su actuación (art. 117.1) y no en la garantía institucional que la instituya en origen, no pueden existir jueces corruptos.

Reconocer la existencia de un juez corrupto, sería tanto como reconocer la corrupción del sistema en su integridad y su fragilidad. Al no existir potestad judicial estatal con poderes separados, sino sólo autoridad jurisdiccional particular derivada de una distribución de funciones, la conducta deshonesta de un magistrado se eleva a categoría general. ¿No es curioso que es España no exista ni un solo caso de jueces implicados en el narcotráfico, delincuencia organizada ni fraude bancario? ¿Acaso en la República de los Estados Unidos de América, los casos destapados, enjuiciados y castigados severamente, se deben a una particular inclinación de aquellos jurisdicentes? ¿Existe una superioridad moral del juez español?

No señores, que se sepa la criminología forense no ha demostrado tal polilogismo delictual. Simplemente ocurre que cuando en los EEUU un caso de corrupción judicial se destapa es fruto y mérito de un sistema de garantías institucionales que da razón de su inteligencia institucional, mostrándose con orgullo, mientras que aquí supondría el expreso reconocimiento del fracaso constitucional en la organización de esa potestad del estado. Si la justicia no es independiente, poco importa que los jueces en el ejercicio de su función lo sean más allá de la casuística particular de la prevaricación.

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